martes, 13 de septiembre de 2011

Al comprar el pan

La suprema felicidad de la vida

es saber que eres amado por ti mismo o,

más exactamente, a pesar de ti mismo.

Victor Hugo


Preferiría no contar los hechos que me sucedieron la tarde de ayer; pero el ayer es una cosa que pesa en el presente. Fue, a mí parecer, menos sospechoso que impresionante. Los protagonistas de la historia son dos hombres y una mujer entrada en años.


Recuerdo la tarde vestida de un gris indiferente y maquillada con un frío hostil. Para algunos es típico que el cielo esté así de muerto; para mí, en cambio, cada tarde es más fría que la anterior. Presumo que se trata de la fragilidad -o desgaste- de mi cuerpo y no de un fenómeno climatológico. Las calles parecen perdidas en el tiempo, desde que tengo uso de razón no han cambiado. Los vecinos pintan, incluso, cada año, del mismo color sus casas.


Caminaba por la acera cercana al parque. Tenía planeado comprar el pan. Asimismo, llegar a tiempo a casa para recibir la visita de mis amigas. Nosotras nos reunimos para continuar los relatos de nuestros capítulos. Solemos darle a nuestras vidas esa continuidad forzada. Nos entretiene y nos une. Nuestras desgracias son fáciles de compartir. Creo que también somos fáciles de consolar. Muchas veces me cuentan sus cosas y las siento tan mías que lloro en sus hombros. Sin embargo, un hombre de aspecto descuidado estaba en la entrada de la panadería y perdí la sensibilidad que había logrado con mis recuerdos. Extendía su mano, no sé si pensando en dinero o en pan, aunque creo que es lo mismo. No lo había visto nunca. Cada lugar tiene sus hombres acabados pero los extraños como éste, siempre se hacen notar como peligrosos.


Fingí no haberlo visto para comprar mis panes sin contratiempos. Fue inútil. Sin retirar su cabeza de entre sus rodillas me cogió el vestido con su mano. No pude gritar. La impresión fue suficiente para ahogar mis palabras.


- No es necesario asustarse. No le haré daño- me soltó el vestido y dejó su palma abierta.


Cuando escuché su voz me sentí aliviada aunque al verlo con detenimiento lo único que deseaba hacer era retirarme. La curiosidad por ver su rostro me detuvo.


- Buen hombre, tengo dinero solo para comprar el pan. No podré ayudarle - dije sinceramente.


- Yo no deseo su dinero. Solo quiero lo que me corresponde- manifestó sin revelar su rostro. - Lo que me correspondía - agregó mas no se corrigió.


Definitivamente estaba decidido pero él estaba esperando algo de mí. No me iba a forzar a nada. Me inquietaba ignorar lo que este hombre requería. No ha visto mi rostro al detenerme, no es un pobre diablo de por aquí, sigue teniendo la mano extendida... podría extendérsela a cualquiera; no sé por qué sigo de pie ante él. "Yo no deseo su dinero" dijo, entonces por qué sigue su mano extendida.


- Somos parecidos... A usted le falta lo que a mí me faltaba. Finalmente he llegado a las calles que vi en mis sueños. Usted es la única que ha cambiado; pero es la misma esencialmente - al pronunciar estas palabras cerró la palma de su mano y mostró su rostro.


El hombre extraño tenía mis ojos. Conincidía con las historias de algunas de mis amigas. Su cabello era ondulado y oscuro, sus labios delgados eran tiernos a pesar de los años en la calle. Sus ojos eran grises como el cielo en este lugar. El hombre que esperaba con la palma abierta era mi hijo. Ambos nos olvidamos, no recuerdo por qué; pero eso no importa. Creo que mis amigas entenderán por qué lo llevé a casa.




Lima, 13 de setiembre de 2011


Rosario del Castillo