martes, 16 de junio de 2009

Esperando a las palomas

Niños inagotables, renovables; ancianos con su andar milimétrico, cauteloso y rutinario; jóvenes analíticos, cansados; adolescentes que no saben adónde ir ni dónde pararse; parejas temporales, parejas no renovables pasaban, pasaban delante.

Sus ojos eran como catedrales en tiempos de caos.

Pocas eran las personas que se detenían a leer lo que estaba a sus pies, y en esas pocas, todas las veces, las personas hacían gestos incógnitos o expresaban pena; la mayoría iba para encontrarse a una hora determinada en la pérgola y posteriormente desplazarse al cinematógrafo, para retratarse o comprar algunos artículos pulsera junto a la biblioteca, gastar la suela o simplemente cruzaban por allí para ponerse cariñosos bajo el puente y ruborizarse, entre otras cosas.

Alguna vez, en verano, escuchó a unas chicas hablar de una escalera y su voz se repitió miles de veces dentro de sí mismo deseando ver una. "Si alguna vez me muevo, que sea subiendo en un escalera, una escalera de caracol" y otras miles de voces se concentraron en su cabeza como un idea devolviéndose al vientre de mármol, como el eco de una cueva desalmada, una cueva hambrienta.

Las hojas paseaban por el parque, alguna fuerza extraña las cogía para bailar. Los pasos eran modificados constantemente, los danzantes eran barridos por unas personas otoñales de mascarillas verdes. Él no entendía por qué bailaban las hojas. Quizás era una danza de separación, un ritual pre mortem; él no entendía eso. Los árboles movían sus ramas diestramente, lo suficiente para que las bailarinas bajen dando giros y para que las palomas entiendan que no solo eran árboles, sino nodrizas.

Le gustaba la luz del sol. Con ella, una extensión de él bailaba un lento vals. Un vals con intervalo al mediodía. Sentía esos pasos como se sienten las mentiras de amor, como se siente un atardecer, una despedida.

Él nunca leyó lo que llevaba bajo los pies; pero tenía allí ya mucho tiempo. Las personas cambiaron sus ropas, los hombres ya no tienen sombreros que sacarse; algunas mujeres usan camisas y otras no sienten frío; los niños tienen otros dulces en manos, juguetes sofisticados; los ancianos que pasan son cada vez más jóvenes y yo, yo en una prisión que no es mía.


Lima, 16 de Junio de 2009
Oscar E. Donayre Gonzales

sábado, 13 de junio de 2009

Sondas

La última vez le faltó medio punto para ingresar; él quería ser doctor.

De pequeño tenía adicción por los curitas, le gustaba ponerse aquellas bandas cuando se manchaba las manos con la tinta de un lapicero o cuando descubría algún lunar en sus extremidades. Al crecer, sustituyó las banditas por un ideal altruista. Supo de esta vocación cuando visitó a su hermana en el hospital. Ella fue operada de apendicitis el 23 de Diciembre con éxito, sin embargo, lo que vio en la entrada del hospital fue lo determinante. Gabriel llegaba con el regalo de su hermana en manos cuando en la entrada a emergencias llegó una ambulancia de donde bajaron a una niña en una camilla. La niña tenía una pierna rota y sangre sobre su cuerpo. Él se quedó inmóvil, la niña convulsionaba y se le escapaban pequeñas líneas de sangre por la boca, su mirada perdía nombre y se enfocaba con parpadeos lentos sobre el regalo de láminas brillantes. La niña recobró su mano e intentó aproximarla al regalo y Gabriel reaccionó. Pudo rozar el papel de regalo gracias a él y en ese instante, la niña dejó de convulsionar y su delicado brazo dio el último movimiento por la gravedad. Gabriel supo entonces que esa escena no debía repetirse ante sus ojos.

Por eso, ese medio punto le dolió. En su corazón se estructuró su primer fracaso, su primer caso de muerte, él se falló y falló a los pacientes que hubiese atendido de no ser por ese medio punto. Gabriel estudió mucho para no repetir ese error, esa sensación de culpa o responsabilidad que invade principalmente a los soñadores. Dedicó muchas noches al estudio, muchas noches a su mente, muchos días a la ayuda, muchas horas al prójimo, muchas mañanas a la potencia de su latido. Sus acciones eran benévolas y aún extraoficiales.

Y pasaron incalculables libros por sus manos.

Las notas fueron publicadas y su nombre encabezaba la lista. Sintió que comenzaba a cumplir con su deber, que encajaba la primera pieza del rompecabezas, que introducía la aguja de una jeringa interminable en su piel.

Y llegó la materia del cuerpo humano.

Al principio Gabriel no podía evitar recordar al primer cadáver en su vida. La imagen de la niña lo perseguía en la quietud de los objetos de estudio, en el silencio de los cuerpos abiertos. Gabriel sabía que tenía un problema, que su motivo se había vuelto un impedimento, que la niña era un peso muerto que colgaba de su bata. Gabriel tuvo que operarse...

Y pasaron 4 años de cadáveres.

Solía estar horas con los fiambres, a veces días perfeccionando sus diversas técnicas, afinándose; diseccionar, cómo le gustaba a Gabriel diseccionar; pero ahora no tenía evocaciones de ningún tipo, no sentía nada, era un cadáver en movimiento, un cadáver con sabiduría, un doctor de mente y cuerpo.

Responder correctamente se le hizo una costumbre. “Sin enfermedades nuevas, estudiar medicina es relativamente fácil” solía decir. Gabriel tenía la completa certeza de que la mayoría de estudiantes optaron por medicina debido al palpitante deseo pueril de ser doctores, de ser hombres de respeto, hombres a los que se recurre por necesidad y salvación. Agregaba que ese deseo cambiaba durante los estudios y las prácticas, el deseo de ayuda se convertía en vanidad, en el placer de tener los diagnósticos y las noticias primero, en el orgullo de colocar las letras “Dr.” delante de su nombre. Gabriel era el mejor y lo sabía. Las notas de sus cursos eran un instrumento periódico de su vanagloria.

La universidad quedaba a 990 pasos de su casa, aproximadamente, 10 minutos. Durante la mañana la avenida estaba sin tránsito alguno, fue en el paso 500 que Gabriel observó un avión de papel caer a sus pies. Se detuvo. Pero eso no era papel, era un billete de 20 soles. Y cayeron 6 aviones más. Quien está haciendo despegar los aviones obviamente no los necesita pero ¿por qué está tirando de 20 y no billetes de mayor denominación? Se preguntó Gabriel. Cierta y afortunadamente es alguien insólito. Debo saber por qué lanza los de 20 ó por qué no lanza los de 100, debo saber el porqué. Gabriel observó las ventanas de los posibles aeropuertos: un edifico abandonado, un moderno instituto, unos departamentos… ¡Listo!¡Era allí! Gabriel recogió los billetes rápidamente para evitar que los primeros en llegar a ese instituto se percaten de ello. No había necesidad de billetes pero sí de respuesta, su costumbre de saber lo desquiciaba. En ese mismo instante un joven salía del edificio, Gabriel ya estaba en la acera y sin decir nada, aprovechó. Seguramente la salida del joven era para comprar el pan. Gabriel pensaba que todo joven vestido con un polo y un buzo por la mañana hacía eso en la calle. Subió por las escaleras hasta el sexto piso y tocó la puerta. Una simpática enfermera abrió la puerta y colocó su cuerpo contra la pared como invitándole a pasar. Gabriel entró sin titubeos, caminó hacia la habitación más lejana de la entrada e hizo a un lado el biombo. La silla de ruedas era completamente negra, contaba con un mecanismo impulsor y un panel de control al lado derecho; el anciano tenía sondas en ambas manos y una sonda nasogástrica que le permitía alimentarse; apenas podía lanzar los aviones de papel moneda, colocaba estos en el marco de la ventana y con su dedo índice lograba realizar su despegue.

En esa habitación la respuesta era solo una: "A las soluciones, al igual que a los seres humanos también les llega su tiempo". Gabriel no se sintió más el primero. Se detuvo. Y verdaderamente sintió esa pausa, aquella inmovilidad que le hacía concentrarse, que lo despertaba de sí mismo. Esa suspensión le hacía reaccionar pensando en los demás.

Gabriel cerró los ojos, suspiró por la nariz y se fue a clases.


Lima, 13 de Junio de 2009
Oscar E. Donayre Gonzales

Elogio de João Cabral en el agreste (y la vida en general)


Estaba Homero
con su poesía épica,
Shakespeare y
Garcilaso desde el drama
y el romanticismo.
También, don T. S. Eliot,
monárquico,
o sir Ezra Pound,
instalado en la demencia.

Hubo los grandes poetas
barriendo el espectro
del ritmo y la temática.
Vinícius llevaba
el lirismo en la solapa.
Solano Trinidad,
pernambucano retinto,
cantó a los negros;
Vallejo,
cholo liberteño,
cantó a los cholos.
Drummond no le cantaba
a nadie en particular,
salvo, tal vez,
a las Minas Gerais.
De Huidobro y Rubén Darío,
aprendimos la clara poesía modernista,
así también Bukowski
nos dio el desasosiego
(y no olvidemos el lirismo de Vinícius,
siempre en la solapa el lirismo).

Sin embargo,
en la siniestra
del parnaso,
estuvo
João Cabral,
el poeta sin emoción.
En Sevilla, en Recife,
João Cabral.
En Conacri, Barcelona
y Dacar también.
Solitario João Cabral,
amargaba
la culpa de Caín sin miedo:
desde João Cabral,
se puede ser,
sin probada culpa
en Sudamérica,
un poeta sin amor.
José A. Vargas Bazán
Rio de Janeiro.

domingo, 7 de junio de 2009

Interna


Lucía tomaba la pequeña muñeca entre sus brazos, la acariciaba suavemente, le acomodaba su vestido, la peinaba, cada día con un nuevo estilo; la preparaba para el desayuno.


La mesa era lo suficientemente grande para las dos, a veces la muñeca se sentaba sobre sus piernas para jugar a los aviones y cuando lo hacían el sol se asomaba por la ventana. El cielo se concentraba en sus pupilas; esa intensidad, esa magia que revoluciona con cada sensación, que emergía con algo más que amor era constante, solo cedía espacio para las sonrisas.


Lucía le enseñaba a sumar aunque los cuadernos ya estaban llenos. Eso no impedía que la muñeca aprendiera.

Ellas jugaban mucho, el recreo era un momento precioso, las tazas de té, las cosquillas, las muñecas de la muñeca y Lucía; jugaban, la edad era cuestión de imaginación, el tiempo era solo una premisa.

Llegaba el almuerzo y con este, el mediodía. La comida era balanceada, la muñeca debía estar bien alimentada; pero Lucía de vez en cuando le ayudaba a terminar. Cuando se portaba bien, había postre, si Lucía quería ver una sonrisa entusiasmada, debía obedecer, seguir los horarios, ser ordenada.

Al llegar la noche Lucía le contaba cuentos a la muñeca para que durmiese contenta, en ocasiones los inventaba porque no conocía muchos. Para cuando la muñeca dormía, Lucía salía de la cama, cuidadosamente, procurando no hacer ningún ruido, vigilando constantemente los ojitos de la pequeña muñeca. Cuando estaba la puerta abierta, apagaba la luz y cerrando los ojos recordaba la foto de su pequeña hija bajo la almohada. Luego se la llevaban a su habitación en su silla de ruedas...


Oscar E. Donayre Gonzales
Lima, domingo 07 de Junio de 2009

viernes, 5 de junio de 2009

Sin espacio para el miedo (la calle más angosta)

He ido contando mis pasos como un niño lo hace con sus juguetes de navidad. Esta calle es primogénita, diferente, elemental, no hay divisiones o ventanas, puertas, macetas o cuadras; la calle es extensa, no se conforma, no es ociosa, no es formal. Esta calle tiene un pulso inmóvil y parece que yo lo sigo, no hay niebla como para pronosticar algo de temperatura, algo de cualquier lugar, no hay intersecciones, sólidas ni lógicas, no hay dogmas por dónde empezar.
Mis nociones cambian, seguro se anticipan y eso es adecuado, es contextualizado, es un principio, un horario. No sé qué sucede, distinguir cosas aquí es imposible, aquí no hay protesta o escándalo, no hay peligro y por ende, alguna zona segura...
Siento que el tiempo no pasa, pero siento que algo susurra.

( Nada )

Líneas y líneas en la voluntad pero no en las manos...
Debo ser el peligro para tener sentido, juicio, más...



Oscar E. Donayre Gonzales
Lima, viernes 05 de Junio de 2009

lunes, 1 de junio de 2009

Implicado

Él se sentó en el bar. Su mirada era triste y desamparada, siempre apuntaba al vaso. El licor le había consumido un tercio de su vida; otro tercio era ansiedad y el último era desconocido, posiblemente recuerdos, posiblemente la causa fuente.

Su abuelo le dejó de herencia mucho dinero, al parecer lo suficiente para saciar la sed de un alcohólico. A su abuelo le gustaba jugar y a él también, tenían una gran colección de soldaditos y animales de granja, boleros y lanza burbujas, eran otros tiempos.

Su primer vaso fue por su amor, el segundo también, el tercero a lo mejor y el cuarto no recuerda qué... sin embargo, sabe que el último vaso no se lo podrá terminar, sabe que la mujer de su vida será más que eso...

Él no diferenciaba los colores mientras tuvieran alcohol, tiene una sola restricción, nada de cerveza. El problema con la cerveza era que no le hacía ni cosquillas; él buscaba acompañar su dolor, llenar su vacío con líquido y fuego, con recuerdos y temblor, con democracia y sabor.
Él tomaba tranquilamente, no se molestaba en voltear o iniciar una conversación. La última vez que conversó en aquel lugar fue la primera vez que entró, le dijo al cantinero: "Vendré todas las noches; no dejes que esté vacío, todo menos cerveza", dejó 200 dólares americanos sobre la barra y agregó: "cuando éste monto cubra lo que he bebido, cambias mi posavasos y te daré otros 200".
Solía sentarse lejos de los baños, no quería que algún fortachón se confundiera o que alguna tipa en mal estado se apoyase sobre él, desconcentrándole de su profundo pozo existencial y que además, sucediera lo primero. No quería contacto humano, quería un contacto fácil de manejar, un contacto fluido como el del vaso a la boca, como el de la garganta a las vísceras; quería gravedad. En su quietud observaba el borde del vaso, el borde más cercano a él, quieto hasta que su mano dibujara el bosquejo de la costumbre, quieto hasta que su vaso vuelva a nacer.

Dormía en un cuarto chorrillano, nada despreciable si no tienes proyectos familiares o al menos, intentos de ser padre, intentos y más intentos, intentos intensivos. El área más descuidada del cuarto era la cocina, nunca faltaba pan de molde; pero era lo único que había. Todas las bebidas estaban junto a su cama, en su casa no habían vasos, allí todo era de pico a labio, sin distancia, sin intermediarios. Para él, las mañanas eran canciones de cuna, un aviso para que descanse porque en la noche seguirá tomando, vivirá por gotas, vivirá por sorbos, vivirá por tragos.

Él no ve un atardecer desde los 24.

Despierta y se va tambaleando por el sueño al bar, se sienta y el cantinero le da su vaso con ginebra; él empieza, bebe.

Sonríe, una imagen llega a su cabeza, ella vestida de blanco, él de etiqueta, brindando; todos felices, sobre todo los dos. Recuerda haber llegado con ella al hotel para disfrutar una merecida luna de miel, cargándola en brazos abrió la puerta, todo era bueno; ella juez y él abogado.
Siguió bebiendo.
Recuerda el cuarto día, él preparaba una sorpresa en la playa cuando llamó a su celular la policía, su mujer fue asesinada. La vio sobre la cama en una posición de eterna disculpa. Su cuello delicado bañado en rojo salvaje, su baby doll rasgado, sus piernas golpeadas y los restos de la ventana por los suelos le sugirieron un pasado, un secreto. Se asomó sin cuidado y con su pecho comprimido, no le importaba cortarse, quería ver al asesino. Desde ese piso el asesino se veía como una araña sobre la acera, una araña de sangre y entrañas, una araña con muchos hilos; el cuchillo parpadeaba en el asfalto, su filo lo llamaba, el día moría; pero no quiso saber más, no quiso saber nada.
Siguió bebiendo.

Y bebió para poder vivir lo que debía soltar.


Oscar E. Donayre Gonzales
Lima, 01 de Junio de 2009