sábado, 13 de junio de 2009

Sondas

La última vez le faltó medio punto para ingresar; él quería ser doctor.

De pequeño tenía adicción por los curitas, le gustaba ponerse aquellas bandas cuando se manchaba las manos con la tinta de un lapicero o cuando descubría algún lunar en sus extremidades. Al crecer, sustituyó las banditas por un ideal altruista. Supo de esta vocación cuando visitó a su hermana en el hospital. Ella fue operada de apendicitis el 23 de Diciembre con éxito, sin embargo, lo que vio en la entrada del hospital fue lo determinante. Gabriel llegaba con el regalo de su hermana en manos cuando en la entrada a emergencias llegó una ambulancia de donde bajaron a una niña en una camilla. La niña tenía una pierna rota y sangre sobre su cuerpo. Él se quedó inmóvil, la niña convulsionaba y se le escapaban pequeñas líneas de sangre por la boca, su mirada perdía nombre y se enfocaba con parpadeos lentos sobre el regalo de láminas brillantes. La niña recobró su mano e intentó aproximarla al regalo y Gabriel reaccionó. Pudo rozar el papel de regalo gracias a él y en ese instante, la niña dejó de convulsionar y su delicado brazo dio el último movimiento por la gravedad. Gabriel supo entonces que esa escena no debía repetirse ante sus ojos.

Por eso, ese medio punto le dolió. En su corazón se estructuró su primer fracaso, su primer caso de muerte, él se falló y falló a los pacientes que hubiese atendido de no ser por ese medio punto. Gabriel estudió mucho para no repetir ese error, esa sensación de culpa o responsabilidad que invade principalmente a los soñadores. Dedicó muchas noches al estudio, muchas noches a su mente, muchos días a la ayuda, muchas horas al prójimo, muchas mañanas a la potencia de su latido. Sus acciones eran benévolas y aún extraoficiales.

Y pasaron incalculables libros por sus manos.

Las notas fueron publicadas y su nombre encabezaba la lista. Sintió que comenzaba a cumplir con su deber, que encajaba la primera pieza del rompecabezas, que introducía la aguja de una jeringa interminable en su piel.

Y llegó la materia del cuerpo humano.

Al principio Gabriel no podía evitar recordar al primer cadáver en su vida. La imagen de la niña lo perseguía en la quietud de los objetos de estudio, en el silencio de los cuerpos abiertos. Gabriel sabía que tenía un problema, que su motivo se había vuelto un impedimento, que la niña era un peso muerto que colgaba de su bata. Gabriel tuvo que operarse...

Y pasaron 4 años de cadáveres.

Solía estar horas con los fiambres, a veces días perfeccionando sus diversas técnicas, afinándose; diseccionar, cómo le gustaba a Gabriel diseccionar; pero ahora no tenía evocaciones de ningún tipo, no sentía nada, era un cadáver en movimiento, un cadáver con sabiduría, un doctor de mente y cuerpo.

Responder correctamente se le hizo una costumbre. “Sin enfermedades nuevas, estudiar medicina es relativamente fácil” solía decir. Gabriel tenía la completa certeza de que la mayoría de estudiantes optaron por medicina debido al palpitante deseo pueril de ser doctores, de ser hombres de respeto, hombres a los que se recurre por necesidad y salvación. Agregaba que ese deseo cambiaba durante los estudios y las prácticas, el deseo de ayuda se convertía en vanidad, en el placer de tener los diagnósticos y las noticias primero, en el orgullo de colocar las letras “Dr.” delante de su nombre. Gabriel era el mejor y lo sabía. Las notas de sus cursos eran un instrumento periódico de su vanagloria.

La universidad quedaba a 990 pasos de su casa, aproximadamente, 10 minutos. Durante la mañana la avenida estaba sin tránsito alguno, fue en el paso 500 que Gabriel observó un avión de papel caer a sus pies. Se detuvo. Pero eso no era papel, era un billete de 20 soles. Y cayeron 6 aviones más. Quien está haciendo despegar los aviones obviamente no los necesita pero ¿por qué está tirando de 20 y no billetes de mayor denominación? Se preguntó Gabriel. Cierta y afortunadamente es alguien insólito. Debo saber por qué lanza los de 20 ó por qué no lanza los de 100, debo saber el porqué. Gabriel observó las ventanas de los posibles aeropuertos: un edifico abandonado, un moderno instituto, unos departamentos… ¡Listo!¡Era allí! Gabriel recogió los billetes rápidamente para evitar que los primeros en llegar a ese instituto se percaten de ello. No había necesidad de billetes pero sí de respuesta, su costumbre de saber lo desquiciaba. En ese mismo instante un joven salía del edificio, Gabriel ya estaba en la acera y sin decir nada, aprovechó. Seguramente la salida del joven era para comprar el pan. Gabriel pensaba que todo joven vestido con un polo y un buzo por la mañana hacía eso en la calle. Subió por las escaleras hasta el sexto piso y tocó la puerta. Una simpática enfermera abrió la puerta y colocó su cuerpo contra la pared como invitándole a pasar. Gabriel entró sin titubeos, caminó hacia la habitación más lejana de la entrada e hizo a un lado el biombo. La silla de ruedas era completamente negra, contaba con un mecanismo impulsor y un panel de control al lado derecho; el anciano tenía sondas en ambas manos y una sonda nasogástrica que le permitía alimentarse; apenas podía lanzar los aviones de papel moneda, colocaba estos en el marco de la ventana y con su dedo índice lograba realizar su despegue.

En esa habitación la respuesta era solo una: "A las soluciones, al igual que a los seres humanos también les llega su tiempo". Gabriel no se sintió más el primero. Se detuvo. Y verdaderamente sintió esa pausa, aquella inmovilidad que le hacía concentrarse, que lo despertaba de sí mismo. Esa suspensión le hacía reaccionar pensando en los demás.

Gabriel cerró los ojos, suspiró por la nariz y se fue a clases.


Lima, 13 de Junio de 2009
Oscar E. Donayre Gonzales

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