lunes, 25 de mayo de 2009

Senos y mesas

Debí sospechar de sus labios cuando dejaron un rastro carmesí en la funda de la almohada y el vacío arrugado en ese lado de la cama, cuyas sábanas había lavado especialmente a mano para su visita. La mácula emulaba un signo de menor, de media boca, de medio amor. Pero para qué las lágrimas, no había perdido nada, ella o yo.

Tuve hambre entonces, un antojo de comer dos huevos duros en un plato pequeño, del tamaño de una mano extendida, con una uña de sal lo más lejos posible de todo borde, sin embargo mis pantuflas no estaban, eso me preocupaba, su marrón montés con líneas de anaranjado pálido cuadriculadas y de crema maltratado habían desaparecido, sin ellas transitar por mi departamento era inaceptable como andar por la calle sin música en los oídos. ¡Qué clase de perturbada se lleva las pantuflas! ¡Las mujeres que me encamo!
Tuve que buscar un reemplazo de menor rango. Llegué con medias a la cocina. Prendí la hornilla inferior derecha y coloqué una pequeña olla sobre ella.
Al ver que la superficie del agua tocaba los huevos, los solté delicadamente como si fuesen besos para ella, deseaba, mientras se hundían que no llegaran a tocar la base de la olla. Mientras cambiaban empíricamente su interior fui a mi alcoba, cogí un cigarrillo que provocaba con su quietud abismal sobre la mesa de noche y colocándolo en mis labios, lo encendí. Volví a la cocina y esperé unos minutos. Saqué rápida y cuidadosamente los huevos, colocándolos en el plato, la sal en medio, los huevos presionando a la sal;
después apagué la cocina. Abrí la refrigeradora, cogí la jarra con jugo de naranja y me serví un vaso, el agua siempre debe ir en vidrio, es más estilizado, el agua baila mientras muere; quizás no me alcance un vaso, me dije, y dejé la jarra sobre la mesa redonda de la cocina, no sé por qué razón pero siempre me dio la idea de ser una mesa para empleados, quizá era por su forma circular, sus patas negras y delgadas que le daban una aspecto frágil, casi subordinado.
Para pelar efectivamente los huevos usé un método que me había enseñado mi padre cuando tenía doce años, nunca fui muy bueno en la cocina, éste método era sencillo, girar el huevo contra una superficie consistente, ejerciendo la fuerza necesaria, luego desde el centro hacia los polos del huevo, pelar. El desayuno estaba listo posando sobre el azafate de madera, era mediodía exactamente, el derby estaba por empezar, mi cigarrillo fallecía en el cenicero y el jugo de naranja se acercaba a mi boca.

De repente, la puerta del baño se abrió y salieron primero mis pantuflas, parecían expresar temor, ese temor que se expresa cuando se es desobediente; y segundo ella. Le quedaban endemoniadamente bien, incluso se veía más atractiva, sus pies, sus piernas, perdonable completamente; no obstante eran mías, las cogió sin permiso, este acto post-coital es clásico, creo que nace con el alba, las cosas ya son comunes dice ella con su comportamiento corporal.

Hola, le dije, pensé que te habías ido.

No, me dijo ella, tu departamento es cálido, me gustaría estar contigo, agregó.

Te hice el desayuno, quería sorprenderte, dije convirtiéndome en esa mesa redonda...

Oscar E. Donayre Gonzales

Lima, lunes 25 de Mayo de 2009

domingo, 24 de mayo de 2009

"El sol"

Él caminaba de regreso a su casa por la misma vereda, vereda que tenía su nombre escrito con su puño y letra desde el año 1994, de pequeño estaba atento a los aconteceres callejeros desde su ventana, para aprovechar descuidos, para obligarlos a emerger. Le gustaba esa vereda, siempre permanecía despejada para él a su regreso, a las 23:30 hrs. Sin embargo, durante el día, precisamente en su salida, siempre había un loco en la esquina, éste le decía: "Un sol, un sol"; en calidad de respuesta incómoda o de miserable reacción, él miraba la palma de su mano, sucia, evidencia de su despreocupación, de su gloria; sus ojos, fijos pero siempre con vacante lo seguían. A él no le agradaba el loco y pensó por qué razón debía darle el sol; el sol significaba su pasaje o algún refresco; él trabajaba, era su sol; además el loco parecía tener hogar, cada día tenía puesta diferente muda de harapos, caminaba solamente en la esquina, era su perímetro por lo que se podía inferir que vivía cerca, que salía porque alguien se lo permitía ¡qué desconsideración con la tranquilidad del resto! ¡Con la mía!
Había que ponerle fin a eso, a esa incomodidad, a ese sujeto puramente prescindible, a ese sujeto que cada día estaba en mi camino, en mi esquina; había que encerrarlo, había que alejarlo de la vida de las personas con establecimiento, con desarrollo. Pero la pregunta es cómo. Qué podía hacer para alejarlo... Hablar con los apoderados, razonar y lograr que lo cautiven; quizás con una buena tunda el loco se vaya a otra esquina, ojalá que no sea la de enfrente; quizás si le hago algunas preguntas pueda encontrar una manera de alejarlo sin contacto con terceros, de igual forma si algo sale mal, no creo que sepa quejarse...Está decidido entonces, mañana verá.

Salió decidido, con media hora de anticipación y fue directamente a la esquina. Antes que el loco le dijera la tontera que siempre le decía, él le preguntó: "Si te doy el sol ¿qué harías?" y el loco le respondió "Tú no, tú no". ¡Qué es el sol para ti?, replicó exaltándose. "Es vital, vital" dijo el loco dejando de mirarle.



Oscar E. Donayre Gonzales
Lima, domingo 24 de Mayo de 2009

martes, 19 de mayo de 2009

A un paso de la eternidad



Esto es en los años de la dictadura de Fujimori.

No era más posible sentir al menos tristeza o revuelta por la Constitución levantada. No a los setenta y dos años, que eran los años del escritor. Era un anciano, uno como cualquier otro. Se acordaba de los días agitados en Santiago, cuando Chile cayó en las manos de los fascistas, en 1973. Fueron treinta mil, entre muertos y desaparecidos. Antes, había caído Brasil, después siguió Argentina. El Plan Cóndor parecía un infierno sin fin en Sudamérica, este sub-continente en el que siempre lo peor estaba por llegar. Sudamérica era un pedazo de tierra que no funcionó. Estaba condenado al olvido por los dioses que urden el destino. Pero esto también pasó. No le quedaban al escritor más fuerzas para combatir por algún ideal como en esos años de militancia. El amor, amor por las mujeres, por los ideales, le había dejado una pila de escritos inservibles que ninguna editorial quiso publicar, una úlcera y ninguna lección. Un poema elogiando a José Martí o a los barbudos de Sierra Maestra podía rendirle encamarse con una mujer entusiasta, fea y feminista en los años setenta, pero no ahora. El tiempo había andado a una velocidad que el escritor no acompañó. El amor se había llevado los mejores años de su vida.

En otra mesa del Salas, estaba la joven. Era una joven como cualquier otra. No se puede ser demasiado diferente cuando se es joven. Uno comete tantos errores que, en la caldera de la vida, se quema y se funde con todos. Llegó a Cajamarca para trabajar como secretaria en una ONG. Eran los años del boom de la mina de oro. Dejó su Lima natal para recomenzar su vida laboral en la sequedad de la sierra norte. Había sido despedida de una editorial y no tenía mucho que perder a los veinticinco años.

No era la primera vez que coincidían en el Salas. Para él, el café a las siete de la noche era parte de su rutina que cumplía religiosamente. Se sentaba en la misma mesa, lo atendía el mismo mozo, pedía lo mismo siempre. Tenía esta costumbre desde hacía muchos años, sin importarle las restricciones que le dio el médico después de que le reventara la úlcera. Tomaba una pastilla para la gastritis con su café. Esto era aparentemente contradictorio, pero no para un viejo indisciplinado, sin agallas y no demasiado lejos de la muerte. Ella pasaba por allí los viernes. Era el punto en el que la recogía su novio.

El escritor, un viejo sumido en sus recuerdos cada día más lejanos, no se percataba de nada alrededor. Casi no levantaba la mirada. Pocas cosas tan duras para un hombre viejo como la memoria. La vida había sido un curso rápido y sin gloria. Aprendió poco y moriría con la certeza de que nadie aprendería jamás nada de él. Todo lo opuesto de la joven, llena de expectativas y amores, y, en la contramano del viejo, optimista del futuro.

Este par de opuestos se notaba hasta en el aspecto. Bastaba la mirada. Los ojos vivaces de la joven, buscando amistades, aventuras, amores que el destino le deparaba; en la mesa contigua del Salas, junto a los cuadros con los sellos de la Sunat, el ceño fruncido, la mirada apagada del escritor. Tan cerca físicamente, y tan lejanos a la vez. Ella era poesía pura, lírica, rítmica, idealista; él, prosaico, estático, lógico, materialista.

El mozo le dijo a la muchacha que no había más el sándwich de pavo, la especialidad del Salas. Justamente el día en el que había invitado a su amiga a probar tan célebre emparedado, se había acabado. “¿Pero el señor aquí al lado no acaba de pedir?” En efecto, el escritor, como de rutina, había pedido su café con su sándwich de pavo. “Es que a él le guardamos el pedido; viene todos los días y pide lo mismo. No hay más pavo, salvo que la señorita le pida a él que cambie su pedido.” La joven, con esa confianza insensata de los jóvenes, consideró la opción de apelar al altruismo y la buena voluntad del huraño anciano. Se ató la vasta cabellera y se dirigió al viejo.

Había una semana que el escritor se acordaba insistentemente de cierto episodio que vivió en su primer viaje a Trujillo. No lo recordaba muy bien, tenía apenas las formas, pocos datos, pero tenía la idea central en mente. Aquello podía dar un poema, pensaba con sus botones. ¿Pero un poema para quién o para qué? Después de toda su vida, muchas cosas habían dado poemas, que fueron cartas sin destinatario. Alguna vez, llegó a pensar que era mal valorizado, pero no lo pensaba más. Seguramente, era poco talentoso. En otras épocas, hubiera tenido más espacio. No, probablemente esto también era mentira. Debió estudiar más, viajar más, comer más mujeres. Aquel poema que maquinaba no valía la pena realizarse, era plantar en tierra infértil ponerlo sobre el papel. Tomaba su café. Lo tomaba hasta cuando la joven lo interrumpió.

Una mujer que podía ser su nieta o hasta su bisnieta. Éste fue el primer pensamiento luego del intempestivo salto en sus pensamientos. Calculó que él debía de triplicarle la edad. Su vida se pautaba, ya que no tenía grandes responsabilidades, por el rigor con que llevaba sus días. Su rutina era inquebrantable. Su visita al barbeador, su periódico matutino, hasta sus visitas mensuales al lupanar. El sándwich de pavo hacía parte de esa rigidez que no podía vulnerar. Era un general solitario en una batalla perdida. Caía, pero caería disparando y sin retroceder un centímetro en su territorio.

Por otra parte, pensaba que no valía la pena contarle esto a aquella chiquilla. Quizá ella sólo quería unas monedas para comer un sándwich como el que él tenía sobre su mesa. Se metió la mano al bolsillo y le dio algún sencillo. Tomó otro sorbo de café. La joven se reía y buscaba la mirada del viejo.

Ella no lo entendería. No sabía nada de los tiempos de Velasco y la selección de Pelé y Tostão. Qué podía ella saber de la época en que no había desagüe en esa ciudad. Su generación no le había gustado mucho, pero las generaciones posteriores fueron peores. No sabían lo que era la calma. El barullo de la nueva generación era insoportable. La joven se sentó para explicarle mejor lo que quería.

Algo en esa mirada joven le hizo recordar la vez en que llevó a su primera enamorada al Salas. Fue con su primer sueldo que, un viernes como aquél, sacó a su chica a pasear y a comer en ese mismo restaurante. Escribió un poema para esa enamorada, pero nunca se lo dio. Tampoco le debe de haber importado mucho haber sido la musa del escritor, ya que ella poco después hizo su vida, se casó, tuvo hijos, una casa en Fonavi, una vida normal y tranquila, llena de amores y amistades. De repente, la vida le traía en bandeja la misma musa, como las ondas que vuelven después de un ciclo. Podría darle al fin el poema, después de tantos años. Pero no, él no tenía más tiempo. No podía esperar a saber si a la musa le gustaba el poema. Era mejor tomarla en los brazos, decirle que la amaba, que había esperado todo este tiempo por ella. En el cine, cuando Clark Gable hacía esto, funcionaba.

La joven lo miraba sonriente. Ese anciano no le inspiraba desconfianza.

La tomó entre sus brazos. Se dieron un beso suave y demorado, con un ritmo propio. Pensaba consigo mismo que aquella era una buena manera de despedirse de este mundo.


José Vargas Bazán
(Escrito en Rio de Janeiro)

jueves, 7 de mayo de 2009

Líneas humanas


Toda la sangre sobre los vientres
y todo el amor sobre nada,
pues mal dicho es pronunciar sobre todo.

Lo utópico nos haría bien.

No estamos adaptados para el amor,
como el fuego no lo está para el agua;
porque dormir no es soñar,
ni soñar es vivir.
Si los ojos se abrieran realmente, la sonrisa no existiría,
los abrazos se darían únicamente a personas que se van,
cada uno lleva dentro un cosmos mudable y latente,
distracciones innatas, párpados traviesos;
cuando se manifiesta el deseo se perfora la realidad,
cuando quiero un beso me olvido de matar, es más sencillo lucir sexo que veracidad.

Todo el saber bajo el sentir, debería ser; pero
la inteligencia, daga codiciosa,
irregulariza las emociones más que el propio ser humano en su cotidiana ingenuidad,
es la situación mustia y la carne expuesta que imperan sobre lo prohibido.
Las paredes se trabajan,
se citan en los rincones,
el vacío llama y el humano se pregunta si es equivocada.

La tierra es sensible porque solloza
y fuerte porque nos aguanta;
soportarnos es un gesto magnánimo,
una muestra de su ignorancia,
un grito de su falta de instinto.

Si les pica, los perros se rascan...

Toda la sangre se vierte
y es un desperdicio.
El mundo nace y las personas fabrican el ataúd más grande del universo,
el planeta entero es un fruto con insectos;
escribiendo esto,
quisiera poder rezar...
rezar como una última opción,
rezar por descarte,
rezar por los seres humanos,
por su directa culpa y su distante salvación.
Toda la sangre nos hace sentir como dioses:
si Él crea, nosotros podemos destruir;
si Él se sacrifica, nosotros aparentemente,
si Él cura, nuestra existencia enferma,
si Él nos enseñó a rezar,
nosotros solo podemos escupir.


Oscar E. Donayre Gonzales
Lima, jueves 07 de Mayo de 2009

sábado, 2 de mayo de 2009

Secuencia fronteriza

Al soñar irreflexivamente.

Sus ojos agitaban mi austeridad,
ella reacomodaba su bolso y caminaba por la calle curva,
ésta trayectoria era simple,
las veredas parecían desajustadas,
lo impredecible era una sospecha,
su luminiscencia, su órbita inevitable parecían adecuadas.

Sus pasos precursores,
mis pies sabuesos;
el palpitar irrefrenable al cruzar la calle,
el asfalto directo.
Permito cualquier sorpresa, inclusive la muerte,
solo preciso de un vínculo diáfano,
de su espalda silente.

La neblina la deja intacta,
es para mí como un abrazo;
pero no hay tiempo para forjar recuerdos ni calcular plegarias;
avanza rápido, la presencia de la distancia es una amenaza de la nostalgia,
batallaré por el privilegio de vigilancia,
le daré a mis pasos un poco de su bálsamo involuntario.

El camino descansa soportando con su garganta mineral,
estática y amiga,
imposible de reemplazar.
El sonido de su delicadeza,
la caza del calzado,
el donativo, la oportunidad;
tiemblan las soluciones,
las respuestas y su abrigo,
quizá sea pura casualidad.

Casi no hay vacíos,
solo un metro adormecido,
solo un límite al que le gusta parpadear.
Tengo que sobrevivir mostrándome,
tengo que imperar sobre la multinanimidad.

Es mi voz ahora,
fue mi intento siempre...
¿Me responderá?



Oscar E. Donayre Gonzales
Lima, 02 de Mayo de 2009