martes, 19 de mayo de 2009

A un paso de la eternidad



Esto es en los años de la dictadura de Fujimori.

No era más posible sentir al menos tristeza o revuelta por la Constitución levantada. No a los setenta y dos años, que eran los años del escritor. Era un anciano, uno como cualquier otro. Se acordaba de los días agitados en Santiago, cuando Chile cayó en las manos de los fascistas, en 1973. Fueron treinta mil, entre muertos y desaparecidos. Antes, había caído Brasil, después siguió Argentina. El Plan Cóndor parecía un infierno sin fin en Sudamérica, este sub-continente en el que siempre lo peor estaba por llegar. Sudamérica era un pedazo de tierra que no funcionó. Estaba condenado al olvido por los dioses que urden el destino. Pero esto también pasó. No le quedaban al escritor más fuerzas para combatir por algún ideal como en esos años de militancia. El amor, amor por las mujeres, por los ideales, le había dejado una pila de escritos inservibles que ninguna editorial quiso publicar, una úlcera y ninguna lección. Un poema elogiando a José Martí o a los barbudos de Sierra Maestra podía rendirle encamarse con una mujer entusiasta, fea y feminista en los años setenta, pero no ahora. El tiempo había andado a una velocidad que el escritor no acompañó. El amor se había llevado los mejores años de su vida.

En otra mesa del Salas, estaba la joven. Era una joven como cualquier otra. No se puede ser demasiado diferente cuando se es joven. Uno comete tantos errores que, en la caldera de la vida, se quema y se funde con todos. Llegó a Cajamarca para trabajar como secretaria en una ONG. Eran los años del boom de la mina de oro. Dejó su Lima natal para recomenzar su vida laboral en la sequedad de la sierra norte. Había sido despedida de una editorial y no tenía mucho que perder a los veinticinco años.

No era la primera vez que coincidían en el Salas. Para él, el café a las siete de la noche era parte de su rutina que cumplía religiosamente. Se sentaba en la misma mesa, lo atendía el mismo mozo, pedía lo mismo siempre. Tenía esta costumbre desde hacía muchos años, sin importarle las restricciones que le dio el médico después de que le reventara la úlcera. Tomaba una pastilla para la gastritis con su café. Esto era aparentemente contradictorio, pero no para un viejo indisciplinado, sin agallas y no demasiado lejos de la muerte. Ella pasaba por allí los viernes. Era el punto en el que la recogía su novio.

El escritor, un viejo sumido en sus recuerdos cada día más lejanos, no se percataba de nada alrededor. Casi no levantaba la mirada. Pocas cosas tan duras para un hombre viejo como la memoria. La vida había sido un curso rápido y sin gloria. Aprendió poco y moriría con la certeza de que nadie aprendería jamás nada de él. Todo lo opuesto de la joven, llena de expectativas y amores, y, en la contramano del viejo, optimista del futuro.

Este par de opuestos se notaba hasta en el aspecto. Bastaba la mirada. Los ojos vivaces de la joven, buscando amistades, aventuras, amores que el destino le deparaba; en la mesa contigua del Salas, junto a los cuadros con los sellos de la Sunat, el ceño fruncido, la mirada apagada del escritor. Tan cerca físicamente, y tan lejanos a la vez. Ella era poesía pura, lírica, rítmica, idealista; él, prosaico, estático, lógico, materialista.

El mozo le dijo a la muchacha que no había más el sándwich de pavo, la especialidad del Salas. Justamente el día en el que había invitado a su amiga a probar tan célebre emparedado, se había acabado. “¿Pero el señor aquí al lado no acaba de pedir?” En efecto, el escritor, como de rutina, había pedido su café con su sándwich de pavo. “Es que a él le guardamos el pedido; viene todos los días y pide lo mismo. No hay más pavo, salvo que la señorita le pida a él que cambie su pedido.” La joven, con esa confianza insensata de los jóvenes, consideró la opción de apelar al altruismo y la buena voluntad del huraño anciano. Se ató la vasta cabellera y se dirigió al viejo.

Había una semana que el escritor se acordaba insistentemente de cierto episodio que vivió en su primer viaje a Trujillo. No lo recordaba muy bien, tenía apenas las formas, pocos datos, pero tenía la idea central en mente. Aquello podía dar un poema, pensaba con sus botones. ¿Pero un poema para quién o para qué? Después de toda su vida, muchas cosas habían dado poemas, que fueron cartas sin destinatario. Alguna vez, llegó a pensar que era mal valorizado, pero no lo pensaba más. Seguramente, era poco talentoso. En otras épocas, hubiera tenido más espacio. No, probablemente esto también era mentira. Debió estudiar más, viajar más, comer más mujeres. Aquel poema que maquinaba no valía la pena realizarse, era plantar en tierra infértil ponerlo sobre el papel. Tomaba su café. Lo tomaba hasta cuando la joven lo interrumpió.

Una mujer que podía ser su nieta o hasta su bisnieta. Éste fue el primer pensamiento luego del intempestivo salto en sus pensamientos. Calculó que él debía de triplicarle la edad. Su vida se pautaba, ya que no tenía grandes responsabilidades, por el rigor con que llevaba sus días. Su rutina era inquebrantable. Su visita al barbeador, su periódico matutino, hasta sus visitas mensuales al lupanar. El sándwich de pavo hacía parte de esa rigidez que no podía vulnerar. Era un general solitario en una batalla perdida. Caía, pero caería disparando y sin retroceder un centímetro en su territorio.

Por otra parte, pensaba que no valía la pena contarle esto a aquella chiquilla. Quizá ella sólo quería unas monedas para comer un sándwich como el que él tenía sobre su mesa. Se metió la mano al bolsillo y le dio algún sencillo. Tomó otro sorbo de café. La joven se reía y buscaba la mirada del viejo.

Ella no lo entendería. No sabía nada de los tiempos de Velasco y la selección de Pelé y Tostão. Qué podía ella saber de la época en que no había desagüe en esa ciudad. Su generación no le había gustado mucho, pero las generaciones posteriores fueron peores. No sabían lo que era la calma. El barullo de la nueva generación era insoportable. La joven se sentó para explicarle mejor lo que quería.

Algo en esa mirada joven le hizo recordar la vez en que llevó a su primera enamorada al Salas. Fue con su primer sueldo que, un viernes como aquél, sacó a su chica a pasear y a comer en ese mismo restaurante. Escribió un poema para esa enamorada, pero nunca se lo dio. Tampoco le debe de haber importado mucho haber sido la musa del escritor, ya que ella poco después hizo su vida, se casó, tuvo hijos, una casa en Fonavi, una vida normal y tranquila, llena de amores y amistades. De repente, la vida le traía en bandeja la misma musa, como las ondas que vuelven después de un ciclo. Podría darle al fin el poema, después de tantos años. Pero no, él no tenía más tiempo. No podía esperar a saber si a la musa le gustaba el poema. Era mejor tomarla en los brazos, decirle que la amaba, que había esperado todo este tiempo por ella. En el cine, cuando Clark Gable hacía esto, funcionaba.

La joven lo miraba sonriente. Ese anciano no le inspiraba desconfianza.

La tomó entre sus brazos. Se dieron un beso suave y demorado, con un ritmo propio. Pensaba consigo mismo que aquella era una buena manera de despedirse de este mundo.


José Vargas Bazán
(Escrito en Rio de Janeiro)

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