lunes, 31 de agosto de 2009

Recordación del tío Juan

“Todos los hombres han de morir, pero la muerte puede tener distintos
significados.”
Mao Tsé-Tung. Tomo III. Obras escogidas.


Hace un par de años, estando en Cajamarca, fui a visitar al tío Juan con mi papá. El tío, de algo menos de 60 años, padecía de una rara enfermedad. Entre otras cosas, la piel esclerosaba, y esto le impedía tocar la guitarra. Había comprado recientemente una espléndida guitarra de Matara, un instrumento colosal que no podía tocar. Pero aquella tarde quien hacía la música era un eximio guitarrista vecino del tío. Boleros y carnaval cajamarquino acompañaban la conversación. Tomábamos una jarra de jora preparada por la tía.

El tío había llevado una vida agitada. Muy romántica y aventurera también. Colorado, zarco cajamarquino, dejó la facultad de derecho en Trujillo para ir a estudiar antropología. Aquello no fue por acaso; fue una opción casi ideológica. Pertenecía a la izquierda de aquellos años de las guerrillas del MIR, el FIR, el ELN. En una carrera de sociales, se adentraría más fácilmente en la realidad peruana que en la fría burocracia de la vida en los fueros. La vida de militante lo llevaba también a arriesgarse en los versos y las conquistas amorosas. Era un donjuán nato, inveterado. Hoy, no tendría espacio en medio de una juventud que cambió casi que diametralmente los paradigmas de sus generaciones antecesoras. Pero en esos días del primer gobierno de Belaúnde, a la par que la América Latina iba cayendo en las garras del Plan Cóndor, ser poeta, militante, romántico, tocar la viola aún llamaba la atención.

Antes de despedirnos, el tío me llamó y me dio un consejo. Me dijo que siempre me mantuviera enterado de las cosas que pasaban en el Perú y el mundo. Una buena táctica, me recomendó, era leer el diario durante el día y algún libro en las tardes o las noches. No desligar una cosa de la otra. Mantener esa harmonía era importante. Me dio un par de libros que conservo. Nos despedimos con un fuerte abrazo. Guardo la sonrisa sincera y el brillo aún ardiente en los ojos del zarco.

El tío sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida. Solo, divorciado, con los hijos en el extranjero, vivía gracias a la extrema bondad de su mamá. En un humilde cuarto en un caserón cerca al estadio de la UTC, pasaba aquellos días postreros luchando en vano contra la enfermedad. No podía tomar chicha ni tocar la guitarra. Así, fueron sus últimos días. Vivió un par años con la extraña dolencia.

Cuando supe de su muerte, unos meses atrás, recordé esa última visita al tío. La recordé por él y por mí. Por mis fracasos en los tortuosos caminos del amor y la ideología. No es rentable ser comunista o ser poeta en estos días. Él murió poeta y militante, firme, si bien que algo más moderado, en el terreno del socialismo y de los revolucionarios, como yo intento también. Aunque esto, en un mundo más o menos perdido, no nos dé la gloria siquiera de las conquistas con las chicas, y corramos el riesgo de la soledad. Es lo que menos importa. Quizá, no haya explicación para una vida así dentro de las convenciones burguesas, convenciones cada vez más universales y menos cuestionadas, pero tampoco hay vuelta atrás para estas almas perdidas, estas ovejas descarriadas. Saber que no nos quedamos en la indiferencia cobarde ni la duda infértil nos da alguna satisfacción.

Y se enfrenta la vida, como la muerte, siempre en guardia y combatiendo, disparando aun cuando estemos vencidos, cayendo con la tranquilidad del soldado con el deber cumplido.

José Vargas Bazán.
Rio, agosto de 2009.

sábado, 22 de agosto de 2009

La banca en concreto (y otros grupos de la calle)

Decidí salir porque quiero que se vuelva un hábito. Las personas inusuales en mi casa eran mi tío y mi abuela. Para mi tío no tengo razón alguna para fundamentar su presencia actual y ausencia evocable, no lo conozco mucho. En cambio, con mi abuela, la ausencia se debía a que mi padre estaba de vacaciones y ahora, vuelto en su rutina, mi abuela podía visitarnos como los diez meses restantes. Salí con la idea de ir al centro de Lima, específicamente, a Polvos Azules. Tenía en mente comprar Kramer vs. Kramer y luego dar una vuelta por la parte más perdida del local. Como dudaba (ya que la holgazanería se hacía de mí y me proponía no pasar de un distrito) pensé que caminando tomaría una decisión. Fui al cajero automático de la gasolinería y saqué 50 soles. Tenía ya en el bolsillo 4 para el pasaje. Mientras caminaba por una calle paralela a la avenida Miraflores, noté en 2 pequeños grupos de personas que al pasar por su lado, callaban. Uno de ellos era de hombres. Tomaban cerveza. La explicación que doy a este mutismo absurdo es que existe cierto temor o verguenza de que una persona desconocida oiga sus comentarios o ides. Quizás sea el temor inconsciente de ser juzgado precipitadamente. Lo extraño es que cuando el grupo está en movimiento esto no sucede. Seguí caminando hasta sentarme en una banca cerca al puente de los suspiros. Allí, me quedé buen rato observando a las personas que pasaban, eran casi las 10 de la noche. Barranco es un distrito pequeño, por lo que encontrarse con alguien conocido es posible, sin embargo, ese día quería decepcionarme. Una pareja transitó el lugar 3 veces, por lo que tuve tiempo de detallar en mi mente lo que cada uno llevaba puesto, especialmente ella. En la ocasión cuarta, ella apareció con una chompa blanca encima, lo cual me extrañó. Ella llevaba un bolso diminuto y el tipo, no llevaba más que billetera, era imposible llevar la chompa como precaución o lujo. El lapso entre cada pasada de la pareja era de minuto y medio, suponiendo que alguno de ellos vivía cerca, quizá la diferencia de tiempo era la respuesta. Pasaron unos bulliciosos alemanes, los 4 eran altos para mí, supongo que tanto ruido se debe a que han notado que los peruanos los miramos mucho.
De repente, pasó Magaly con un grupo de amigos. Cortázar y yo les decimos Maga a las Magaly. Creo que en ese tema tengo más amplitud, pues corto los nombres de muchas mujeres por la mitad o la tercera parte. Curiosamente me invitó a pasear con su grupo. Me hizo sonreír. Me contó que habían estado en Costa Brava tomando y que estaban algo picados. Fuimos a la iglesia del padre sin cabeza y ellas propusieron tomarnos fotos. Particularmente la idea de las fotos no me agrada pero acepté. Cuando una de las chicas posó en la puerta de la iglesia tomando una posición de oración observando al cielo, le dije que sería mejor no adoptar aquella postura gastada, especialmente en fotografías de amigos y colocando las palmas de mis manos contra la puerta, arqueé mi espalda e impulsé artísticamente mi nada despreciable trasero. Inmediatamente después de la foto agregué: "Ésta puede titularse, una prostituta en la iglesia, para darle un sentido dramático". El grupo tomó el comentario como debía tomarse; pero no en torno a mi postura, sino a la chica que posó delante de mí. Supongo que la bebida hace que los trapos sucios reluzcan. Luego, con mi propuesta en mente (y ello me gustó), otra chica posó también. Cogió una flor de color magenta que estaba sobre un borde horizontal de la pared de la iglesia. Se la colocó sobre la oreja con movimientos torpes pero encantadores. Puso su mano en la cintura y alzando la otra al cielo dijo: "Ya". En seguida, un grupo de hombres de aproximadamente 27 años y calculo, 13 en edad mental, comenzaron a imitar vocalmente a los japoneses. Obviamente, querían molestar a la chica que acababa de tomarse la foto y al amigo de la Maga. Ella se apellidaba Fujimori y él tenía un apellido de dos letras. Cruzamos entonces, las escaleras para tomarnos fotos con la estatua del chalán y los tipos no cesaron. Dije que el simple hecho de molestar a alguien desconocido es sinónimo de estupidez; pero hacer la misma broma durante 5 minutos es brutalidad pura. Ahora pienso que es probablemente una gran carencia la que motiva a buscar pelea.
Caminamos por la calle San Martín y el grupo se despidió de mí y de la Maga (no sé por qué me nombro primero al hablar de despedidas) y subieron al carro del chinito. Camino a su casa, la Maga me preguntó qué hacía sentado en la banca y le respondí que esperaba tomar la decisión de ir o no a Polvos Azules. La Maga me dijo que a esa hora no encontraría el local abierto y dejándola en su casa pensé que ella había completado mi decisión.

Nota del autor: Estos hechos sucedieron al día siguiente del relato Salaud de Pauvres. Hubieron bromas que creí apropiadas no contarlas por su contenido erótico, sodomita y perjudicial para un inexistente futuro literario.


Oscar E. Donayre Gonzales
Lima, 22 de Agosto de 2009

jueves, 13 de agosto de 2009

Salaud de Pauvres

No importa dónde escriba sino adónde escriba, pensé al salir del trabajo. Salí con premura pues el hambre ya me dolía.
En llegando a casa, pregunté qué había para almorzar y mi madre me dijo que había panamito, preguntó si quería, dispuesta a servirme un plato antes de salir a recoger a mi hermana del colegio. No, contesté rápidamente, iré a comer afuera. No me malinterpreten, a mí me gusta el panamito; pero este día en particular quería algo más que menestras. Probablemente buscaba un placer conocido en la boca. Fui a mi habitación para quitarme el uniforme del banco y vestirme cómodo. Mientras me sacaba los zapatos pensé que cualquier uniforme es apenante, digno de vergüenza; pero la idea se me fue apenas quedé desnudo. Me vestí casual e intenté alistar mis bártulos. Mi lapicero 033 Medium Faber Castell lo coloqué en el bosillo derecho del pantalón; el encendedor retráctil de mi padre lo puse en el bolsillo izquierdo del abrigo, en el derecho, 5 Lucky´s; cuando busqué alguna libreta me di con la sorpresa que no tenía alguna disimulada, oscura e intelectual, así que cogí la que me regalaron en el banco, algo larga y tosca, de hojas rosáceas, "Comunidad BCP" decía en la parte inferior derecha de cada hoja, qué desagradable, la puse con dificultad en el bolsillo izquierdo de mi pantalón; no conté la billetera pero así debe ser.

Anduve fumando mientras caminaba y recordé lo que pensé al salir del trabajo, así que la burda libreta del banco no lo parecía tanto ahora. El hecho de escribir, agregué en mi mente, radica en una complicidad con uno mismo, que resulta ser, una carga y un alivio. Súbitamente me sentí pesado, creo que fue por el cigarro. Luego mutilé otras ideas hasta dar con una interesante. Soy conmigo uno; otro con los demás, el mejor con ella y queda por último, el yo con ninguno. Para explicar los dos primeros puntos diré que cuando me encuentro con gente alrededor me vuelvo bruto, un estólido que se distrae de su realidad; sin embargo parte de mí queda y a veces, cuando ya no ríen, me dicen que soy extraño, a mí me gusta decir muy singular. Por extensión, se puede inferir que el Yo con los demás comprende, los estragos del Yo conmigo, llámense ideas, conceptos propios contra las otras verdades (partidos políticos, clubes de fútbol, carreras de arte, comidas, etc.). El yo con ella no lo olvidaré jamás y uds. tampoco; pero esa historia serán líneas que entregaré en su momento. Por último, el Yo con ninguno es el yo que no hace sola cosa más que existir, es una roca; es el Yo conmigo pero absoluto, netamente racional. Para ser bueno hay que ser malo, pienso a veces en mi cuarto estado...

Me pregunté si el ave que se adentraba sola al mar sabía lo que hacía o si, llanamente actuaba por instinto. Me pregunté si el instinto mata. El ave y yo estamos solos, ambos moriremos; pero el ave lo hacía de una manera extraordinaria. La igualdad del ave y el mar radica en su naturaleza y la desventaja, en su poder. Yo, en cambio, podría pasármela escribiendo en un mar sin ojos, como esta noche. Y deteniéndome sobre la cerca de concreto, me pregunté adónde me estaba adentrando. Me senté.

De vez en cuando pasan las personas detrás de mí, ninguna me recurre, quizá me desperdician o soy, por moda, un desperdicio, no lo sé. Sigo escribiendo sobre las personas que pasan y las que no. Las personas que se quedan conmigo tampoco me recurren anoto. Observo el horizonte, esta vez no hay ninguna ave. Distingo aún el límite del mar, será obra del día ciertamente; pero no se siente nada. El día se resbala con el tiempo.
Es probable que la carencia de seres similares a mí me haya seducido a caminar por el barranco. A la mente, se me viene la idea de los círculos humanos, los grupos de amistad como aquellos que se forman en el colegio; pero yo estaba olvidado. De repente oí un chillido entre los arbustos del malecón, por la continuidad y agitación de éstos, estaba seguro de que se trataba de una rata, olvidaba que me encontraba en Barranco y no en Ginebra. Recordé entonces, la ocasión en que mi estimado amigo Francisco y yo, adquirimos las entradas para la película Whisper with the Wind con una semana de anticipación. Pero, el perjuicio de ser precavidos fue que inesperadamente hubo problemas con la película, los sub-títulos que utilizaron los productores fueron, por decir lo menos, transparentes; así que en la sala solo quedaron los que sabían francés o los que querían que nosotros sepamos que sabían. Hay ratas que nos obligan a suspender lo pactado, lo necesario y lo disfrutable. Subí por unas escaleras para alejarme del peligro. Cualquier rata es un peligro, afirmé. Al subir tenía 4 opciones para sentarme a observar el mar, las 4 tenían la misma distancia para con ella; empero una obra en construcción me obligó a tomar una elección que no fue de mi agrado y me senté en la del borde derecho. Recordé las elecciones presidenciales y las salas de cine.
Divisé a una muchacha guapa paseando a su perro chino, ambos tenían energía suficiente para sonreír hasta la noche. Andaban dando pequeños brincos cerca de los arbustos de los cuales huí; lamentablemente, los del perro llegaban más alto (teniendo en cuenta la altura propia de cada ser) y solo imaginé el peso de sus senos en mis manos. La mar, como un fondo lacónico engalanaba su albura. Me separé de ellas y me adentré donde el bullicio de los automóviles es permitido, crucé la pista y una paloma que volaba directamente hacia mí, hizo una maniobra de rutina y casi me tumba el cigarrillo. Tuve que voltearme para ver dónde se detenía, cuál era su paradero y lo hizo frente a un viejo con una bolsa de pan. En un parpadeo la perdí entre las otras. Caminé haciendo hora.

Estuve sentado sobre una piedra de superficie rudimentariamente plana, en la esquina colindante al cinematógrafo. Vi dos mezcladoras de cemento pasar por la avenida San Martín. Las sentí descaradas y pensé que habrían menos zonas verdes en algún lugar de Lima. Recuerdo que le comenté a Francisco que si en caso yo viviese cerca, estaría todos los días viendo películas; ahora, me cuesta creerlo pues presenciar cada función está 6 soles; pero ya que imaginamos que vivo por acá eso implica que la entrada no era motivo de preocupación alguna. Este día no he almorzado y los 3 cigarrillos que fumé durante mis caminatas (utilicé el plural porque tuve repetidas estaciones) disuelven esta necesidad primordial, es como si durmiera. A veces una necesidad aplaca a otra. Fumé el cuarto y pasó la tercera mezcladora. Una pareja y un perro cruzaron la pista, luego tomaron caminos distintos. La pareja se sentó brevemente en unas escaleras situadas a la entrada de la agenciaperu.tv y el perro salió de mi vista completamente, no le seguí. Creo que ellos querían jugar a los besos y el perro, así como yo en mi momento, iba a buscar alimento.

Eran las 6:15 pm y compré mi entrada junto con un chocolate Sublime. Ingresé a la sala y me senté donde habitualmente lo hago, al pie de un cuadro de la película Le Rayon Vert de Eric Rohmer, pie derecho a nuestros ojos, junto al segundo jarrón blanco. Comencé a devorar el chocolate cuando al segundo mordisco me percaté que aquel chocolate tenía una increíble cantidad de maní dentro; dadas mis condiciones, me sentí afortunado. Durante el breve bolo alimenticio noté que en cada huella de mi dentadura dejaba rastros de saliva, no era mi costumbre pero me agrado la imagen, me enternecí.
Fui al baño y miccioné, jalé la palanca con cólera porque no era el lugar para ver que alguien olvidó hacerlo. Puse empeño al lavarme las manos. Al regresar a la sala noté un nuevo cuadro, este era de fondo negro y había allí dibujado el rostro de una mujer rubia y pálida como de los años veinte calculo. Su boca era diminuta; su cuello, tentador pero lo más delicioso eran sus ojos que me recordaron a aquellos gatos que se arrepienten... posiblemente sean los gatos de mi imaginación.

Y Godard empezó a dar sus imágenes exfoliantes.



Oscar E. Donayre Gonzales
Lima, 14 de Agosto de 2009

lunes, 10 de agosto de 2009

Salvo el poder



Hace algunos días, fui a la Polícia Federal, como todos los años, a renovar mi visa de estudiante. En el mismo local, al costado de la sección de extranjeros, está la oficina que expide los pasaportes a los ciudadanos brasileros. En la mesa de informaciones de esta última oficina, que está en la entrada del local, pasó la historia que cuento. Una historia que merecería un tratamiento literario que no le daré, ya por falta de talento o interés, ya porque los méritos de la historia per se dispensan una estilización que resultaría redundante.

Llegaron una señora, su hijo y la enamorada del hijo. No se oía lo que hablaban con la policía que daba las informaciones sobre los trámites del pasaporte. Después de más o menos cinco minutos, el hijo, de unos veinte años, le dio las espaldas a la policía. Ésta comenzó a vociferar. La madre comenzaba a desesperarse. El hijo continuaba caminando como si no le interesaran las amenazas de detención que lanzaba la funcionaria.

En Brasil, existe una polémica ley que pune el desacato a un funcionario público con penas de hasta seis años de reclusión. Esto es, por un desaire a un funcionario público, por ejemplo, puedes ir preso como un criminal común. En este caso, el proceso tendría el factor adicional de que el funcionario era un policía federal. La madre imploraba, en llanto, al hijo para que se callara y le pidiese disculpas a la mujer. Pero él, impasible, probablemente con razón pero sin un ápice de prudencia, continuaba caminando de espaldas a la autoridad.

En un minuto, vino el superior seguido de otros policías. Dieron algunos gritos y forcejeos. Después, se lo llevaron por un corredor hacia una oficina. La madre continuaba en llanto desgarrador. “¡Es mi único hijo!”, gritaba ante la indeferencia de los uniformados.

No sé lo que pasó en aquella oficina. Pasados unos treinta minutos, salieron la madre, el hijo y la enamorada. No sé lo que ocurrió para que no lo detuvieran. Tal vez, los policías se conmovieron por las lágrimas de la señora, aunque esto es improbable. Quizá, después de una zurra ejemplar, consideraron que el joven no osaría volver a cometer el desacato.

Lo que fuera, en esas circunstancias, de tal modo absurdas las instituciones que legitiman un régimen decadente, la humillación era, sin duda, el mal menor.
José A. Vargas Bazán.
Rio, agosto de 2009.