viernes, 31 de octubre de 2008

Ríos y gotas


Tantos años que se notan en la voz de este semi-muerto;
mediodía del grial,
tantas noches que no se ven partir a la tumba;
la garganta que muere en soledad con las puertas abiertas.

He visto nacer el silencio en mi cuartito a la luz de la luna,
en mi nueva escoba, en mi taza de té o de cocoa;
culmina el sonido de la calle en el agujero de mi ventana,
en el frío de mis manos temblorosas y mis piernas delgadas,
estoy perdiendo las arrugas
y delineando el proceso de fallecer,
así de viejo estoy, como una sombra en 3D.

Ya mis labios se encojen contra la lengua,
ya mis venas quieren hacer nudo de hiel.

Porque he visto nacer a varias criaturas y aún
nadie me ha visto morir.
Sé que me falta aprender a moldear el barro de mi alma
y saber cómo contarle a mis nietos lo que va a suceder.
Pero son tan inocentes y tan preguntones;
no quiero que vean mis ojos mirar al cielo cuando sé que a otro lado me iré.

Mi cerebro engendra ideas oscuras conmigo, asuntos de difuntos,
luego descansa al contar las posibles cuatro velas.

Quiero inmovilizarme con un cuchillo,
colocar los dedos manchados de sangre contra la pared para darle ánimo a mi cuartito.

Quiero ver a mis nietos; pero me duelen mucho los pies,
estoy muy cansado de convivir con los parques y cruzar las pistas con baches.
Mi hijo ya no los trae con su abuelo como lo hacía 6 años atrás.
Anita recuerdo, solía jugar con sus muñecas junto a mis pies,
yo en el sillón me sentaba mientras Sebastián dibujaba tortu-ninjas al pie del pequeño televisor.
Son las noches que me gusta recordar.

Crucé rápidamente por el parque municipal, solo me pasaron 6 personas esta vez;
abrigado, bajo mi camisa blanca un bividí del mismo color,
sobre ella una elegante chompa celeste,
mi boina marrón, el pantalón beige
y los zapatos negros bien lustrados
con unas medias grises con rombos magenta cosidos sutilmente,
a las 3 de la tarde cuando hay menos gente,
necesitado de afecto, crucé el parque a visitar a mis nietos.
Esa noche pude contarles un cuento como antes, los cuentos de Nino,
esta vez me hicieron menos caso que antes; pero no es lo importante,
les pude contar que su abuelito se iría de viaje
y que en la noche siguiente estaría en una nave rodeada de flores,
feliz de haber estado con ellos leyendo.

Volví a mi cuartito.

Mis comienzon se acomodaron al final,
he arrastrado las evocaciones con el castigo apagado,
la risa de mi hijo cuando lo lanzaba sobre mi cabeza con tan solo 4 cabellos blancos,
la mirada de mi esposa, el cereal sobre la mesa, el desayuno de los 3;
ha pasado mucho tiempo desde entonces
y el castigo se ha encendido
y ha colocado el dolor en desarrollo, sin perdonar los años.

¡A tan poco de la muerte, la inevitable medianoche!

Todo a cambiado, mi hijo me ha olvidado,
mi esposa me ha dejado la cocina vacía,
mi alimento ahora está en el cielo, he cogido su rosario.
No soportaría llorar la espalda de mis nietos
por eso he abierto mis muñecas con un cuchillo afilado,
no hay juegos para mí,
solo una creación que se ha sacrificado.
Mientras me desangro soy más devoto que nunca
porque sé adonde van los viejos como yo,
caen al suelo lágrimas y sangre:
gotas por mis nietos
ríos por mi voz.

Porque hay juegos de recreación y juegos de soldado.
Porque hay luchas que no las ganaré yo,
por eso hoy me derramo,
por eso hoy he luchado contra el tiempo, contra el hospital del siempre.


Oscar E. Donayre Gonzales
Lima, 31 de octubre de 2008

El último tango en Ichocán


Me guardo a la cama
temprano desde hace algún tiempo,
la vida no me incomoda particularmente,
es decir,
no me gusta mucho ni me disgusta tanto,
la próstata quizá me mate,
camino dos cuadras al día hasta el parque
a sentarme y apoyar mi quijada sobre mi bastón,
los niños a veces me saludan y a veces
solamente patean su pelota o discurren sobre un mundo inexistente,
no soy pensionista y vivo del dinero
de mis hijos,
dependo de esta mendicidad relativa,
una vez me quebré una pierna,
estaba postrado durante unos meses,
el médico me había dado por desahuciado
y, mientras tanto, yo escuchaba a diario
mis huaynos en la radio, me afeitaba con una navaja
como debe hacerlo un hombre que se digne,
tomo café, eso sí, demasiado café,
no obstante una úlcera mal cicatrizada casi me llevase
un invierno en Matara,
con mi sombrero espanto a las moscas,
me han dicho que en las madrugadas sueño
y hablo blasfemando contra el Taita,
cierta tarde, niño, me quedé huérfano
de padre y madre, en Chancay,
aprendí rápido el trabajo del campo,
no es difícil romperse el cuerpo de sol a sol,
me gustaba la jora, la coca, la mujer del campo,
me gustó también cuando Velasco botó a los hacendados como a perros,
ya no tengo fuerzas para el carnaval,
mal consigo ver mis propias manos,
por último, este asunto del nombre,
me llamo José, como muchos por aquellos cantos,
que vinieron, fueron y seguirá el destino mandando.

José A. Vargas Bazán.
Rio, octubre de 2008.

El baile concluso


-Qué dice, chino. Una cervecita, oye.

-¿Cómo le va, profe'? ¿Qué? ¿Ya no toma su chichita? Reciencito la he hecho - dijo, sacando una botija de jora de debajo del mostrador.

-Nada, chino, una chelita nomás... Dame un quesillito también.

Miré de reojo alrededor y luego zambullí la mirada en el periódico del día. Había estado caminando por todo Cajamarca antes de meterme a esta cantina. Se encontraba al final del jirón Amalia Puga, cerca del estadio. Esa tarde había sido la más triste de mi vida seguramente. El médico me había dicho que no podría más quedarme en Cajamarca si quería vivir. Mi corazón viejo, materialista, ya no funcionaba bien, y por días se estrujaba hasta hacerme sentir un dolor inefable en el pecho. En esas horas, me acordaba de mi abuela, que me decía que la enfermedad en la vejez es ya medio camino andado hasta la muerte.

Pero a este pesar ya me había acostumbrado. A lo que no podía resignarme era a dejar mi ciudad. Esta noticia me había dejado mal; mi rostro demacrado parecía revelar una muerte cercana. Antes de entrar al bar, me detuve frente al convento de San Francisco y lo observé fijamente. Me estaba despidiendo románticamente de una iglesia a la que nunca le había dado atención. Me iba de Cajamarca con el pecho encogido por mi dolencia cardiaca y por una amargura al fin de la vida galopando negra sobre mi vejez.

Sentado en esa mesa vieja pensaba mucho. Anduve por los cuatro cantos del mundo durante mi vida. Tuve en mis manos un par de mujeres bellas y muchas feas, siendo que de este último grupo tampoco ninguna me amó. Pasé varios años pensando que en algún sitio existía una mujer que me amaba y que yo amaba secretamente también. Toda mi vida la pasé creyendo en el amor único, eterno, tenía una idea más bien cristiana del amor. Demoré demasiados años para ser verdaderamente materialista, cuando estaba ya demasiado viejo y la experiencia no me servía ya de nada. Mi materialismo era, como decía "Ringo" Bonavena, un peine ganado cuando uno ya está un calvo.

Cansado, volví a Cajamarca con la idea de pasar tranquilo mi vejez, solo, sentado en una banca de algún parque en el barrio de San José, el que me vio venir al mundo y que ojalá me viese partir de él también. Esta vida metódica era triste, no obstante fuese relativamente tranquila y predecible. Me mantenía con el sueldo de la universidad y los cuatrocientos soles que me pagaba un semanario local por escribir artículos contra el alcalde los domingos. Eventualmente, Yanacocha también me pagaba para desmentir lo que decían las ONG's ambientalistas. Ya ni siquiera la pasión por una mujer me motivaba. Pero si de un hilo pendía mi vida, éste era el tenso hilo del amor. No más por las mujeres que no me correspondieron en tantos años; ni siquiera por el hijo que me daba un par de palmadas en la espalda, unas pastillas para la presión alta y cincuenta soles cada vez que se acordaba. Tal vez, un amor ni siquiera físico. Anciano, con el corazón malo y con miedo de alguna enfermedad en la próstata, yo vivía de la nostalgia más de todo lo que no hice que de lo que hice. Me ponía en pie el amor por Cajamarca. Caxamarca, esa mi ciudad en donde prendieron al inca algunos barbudos extranjeros, curitas y chancheros de ultramar munidos de indispensable pólvora.

-¿Qué dicen las clases, profe'? - me dijo el cantinero mientras limpiaba la otra mesa con un trapo húmedo.
-Ahí, chino... Tú sabes cómo son los jóvenes ahora: unos relajados de mierda... Se van a la U más a huevear y a 'jilear' que otra cosa, compa're.

Comenzó una lluvia fuerte. En diez minutos, el jirón era un río. Corría el agua veloz, marrón, arrastrando la basura y las hojas secas; en Cajamarca, están secas en toda estación. La gente que estaba en la plaza al frente se fue recogiendo, los niños, las viejas rezadoras, las celestinas, las muchachas del Santa Teresita.

-Disculpe, profe'. Voy a estar adentro. Cualquier cosita me pasa la voz nomás.
-Ya, chino. Anda nomá'.

Y, entonces, estaba solo. Solo como en verdad siempre estuve en mi vida. Solo de una soledad vacía, estéril. Llovía cada vez más. La espuma de la cerveza se fue diluyendo hasta desaparecer. No valía la pena tomar una cerveza caliente y sin espuma. Ataqué el quesillo. Le rocié la miel y comencé a comerlo. Hice esto lentamente, como todo lo que se hace en esos años. Lo comí sin saborearlo casi, más pensando en el hecho de que tal vez no más vería esa cantina del jirón Amalia Puga. Allí, yo era alguien, tenía un nombre, la gente me decía "Cómo le va, profe'". El melado de caña supo amargo como nunca antes y nunca después.

De pronto, entró una mujer diciendo algo que no recuerdo. Se sentó en la otra mesa. Puso su chal negro sobre un costal de maíz y sacó de su cartera un libro o una agenda. Era una mujer vieja, de una edad como la mía. Le hice un gesto con la cabeza.

-Este clima está fregado, ¿diga?. Está que llueve, que no llueve - me dijo. Le vi el rostro entonces. Nada de su físico llamaba la atención; era una anciana como cualquier otra. Tal vez, fuese una monja, pues tenía un crucifijo grande sobre el pecho.

A esa altura de la vida, había comprendido que la vejez borra todo, lo bueno, lo malo, lo bonito, lo feo. ¿Qué podíamos hacer dos ancianos en una tarde con un temporal que nos impedía salir, que no fuese hablar sobre temas simples y lugares comunes, sobre la lluvia, el clima, el día, esas cosas?

-Disculpe, ¿sabe cómo puedo llegar a la Plaza de Armas? - ella mal me miraba y yo continuaba observando la mesa.
-Está acá nomás. Vaya de frente. Unas siete, ocho cuadras - le indiqué con las manos la dirección.
-Gracias.

Otra vez, comenzó el silencio. Yo, pensando en tantas cosas, en mi enfermedad, en mi destierro venidero; ella, haciendo anotaciones en una libreta, leyendo algún libro.

-Y usted, ¿qué hace? - rompió la calma ella sin dejar de lado el libro, la libreta, el lapicero.
-Soy profesor aquí, en la UTC - le dije.

Ella sonrió.

-No sé para qué enseño ya. Sé que estoy con un pié más allá que acá.

Quedamos viéndonos. La lluvia había parado.

-¿Cuánto es, chino?
-Cuatro con cincuenta, profe'.
-Bueno - le dije a la mujer mientras ponía las monedas del vuelto en mi bolsillo -, si no encuentra la plaza, pregunte. Cualquiera conoce.
-Gracias, profesor...
-Pérez - le completé. - Usted se llama...
-Alma - me dijo.

Después, se levantó. Recogió su chal, le sacudió el polvo y se lo colocó. Avanzó luego por donde le indiqué. Me quedé mirándola algunos minutos hasta que la perdí. Para siempre, como todo lo que había perdido ya entonces en mi vejez, en el barrio de San José.

José A. Vargas Bazán
Rio de Janeiro, 2007.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Pre-calamárico

Hoy tenía que saldar una deuda con un amigo mío. Acordamos deshacernos de ella la tarde de hoy, a las 3 para ser preciso, hora que no cumplió por 14 minutos; en unas bancas en el sexo de la Av. Arequipa con Angamos. Previamente, saqué 2 billetes de 50 soles de un cajero automático perteneciente a la entidad que me dá de comer por el momento; era el monto exacto a pagar o devolver.
La deuda nació debido a mis ganas de ver a un músico que se dice va por un río en sentido contrario; yo tenía la plata y mi amigo lo que faltaba para adquirir la entrada.
El día del evento tomamos una couster en la Av. Javier Prado, que por ser domingo no estaba congenstionada de humo. Bajamos en un puente peatonal, de los tantos que hay en dicha avenida; esa dato fue lo único que dijo Francisco con respecto a nuestro paradero, supongo que se guiaba de su memoria y no de papeles o direcciones. Cruzamos el puente y caminamos por una serie de calles, cuales nombres me parecían realmente bobos, como por ejemplo: calle de lo poetas, calle del abecedario, calle de las vocales, calle de las consonantes, calle de los etc. Nos perdimos. Francisco le preguntó a un calientabancas urbano si conocía a su amigo, el muchacho escuálido le dijo que no; yo procuraba cuidarme de algún pelotazo ya que cerca jugaban fútbol- calle. Francisco me comentó que su amigo vivía en un edificio chico, gran desventa puesto que casi todos los edificios de esa zona eran enormes y que en realidad no recordaba bien por donde era ya que solo había estado allí en 2 ocasiones y en estado etílico-apenante. Al parecer Dios escuchó mis lamentos ubicacionales e iluminó a Francisco porque la encontramos en el primer intento después de la desesperación. Su amigo, al cual llamaban y llamaremos "Croquis" parecía buena gente, su voz raspaba constante y levemente la letra "s", no sé entre cuántas o qué letras ni palabras pues no le presté la más mínima atención a eso; físicamente se parecía a Winnie Pooh. Croquis era "crema" y es por ello que arribamos a la hora de almuerzo; la "U" estaba jugando. Francisco y yo llegamos justo al comienzo del segundo tiempo, si la memoria no me falla al minuto 49; pero lo más seguro es que sí me falle; Ancash nos ganaba por la mínima diferencia como dice la mayoría de comentaristas deportivos de fútbol nacional. El amigo de barra de Croquis, Miller (y no sé si es su nombre o su sobrenombre), sí que era acérrimo; cada 2 palabras que le escuchaba respecto a su percepción del partido, soltaba una palabra soez, cosa que, particularmente, no me molesta si es a favor de Universitario. Él era de la clase de personas que debido a su pasión infantil, sin domesticar, verdadera y en bruto, el resto de la gente llega a comprender su postura o sentimiento incluso mejor que él durante el suceso respectivo.

Croquis tenía una perra de 6 años que se llamaba Sanny. Era grande y gordita con atractivo, su pelo era del color del equipo y tenía puesto un polo rojizo manga cero. Noté que al palmearle enérgicamente el final de su lomo, ella movía de igual manera su cola con satisfacción en su rostro, al menos así yo lo veía y me gustaba; pero por alguna desconocida razón me recordó a mi ex-enamorada, quizás por el rabo, quizás por la cara; no lo sé pero me sentí bien. Sanny tenía en su hocico una pelota azul que al parecer jamás dejaría que alguien la tome, al menos un humano. Como todo niño grande deseaba coger la pelota y lanzársela; sin embargo cuando la dejaba sobre el suelo e intentábamos sigilosamente Francisco y yo tomarla, ella reaccionaba de una manera impresionante y hasta simpática, claro que en algunas oportunidades parecían estar en juego nuestras manos y no el pequeño balón, lo cual dejó nuestros intentos completamente en eso. Y en uno de esos intentos tercos, Sanny desconectó la extención del televisor que nos permitía ver el partido en el patio, con un buen par de cervezas vespertinas, realmente relajados esperando el ansiado momento en que la "U" remonte el marcador. Al encender nuevamente el televisor, pudimos ver los 3 que el marcador había aumentado a favor de los andinos malnacidos. Esta vez acompañé a Miller con los insultos, es más, creo que hasta lo superé. Si tuviese que hacer alguna confesión literaria tendría que decir que el exclamar groserías me da placer, un placer inexplicable y sabroso, un placer prohibido y atacante, un placer malvado y egoísta, un verdadero placer. Cuando nos anotaron el tercer gol nos invadió un sentimiento empático y resignado, una sensación la cual tienen los presos antes de serlo, la felicidad de los ancashinos era como un despiadado martillazo, su gol era como la sucia palabra culpable; así como Francisco renunció en el minuto 75 a la victoria, yo renuncié al pequeño balón azul. Y Decidimos salir camino al estadio monumental a hacer cola de una buena vez y bajo el calcinante sol, crucificarnos.

Y así como a veces se renuncia por resultados, en otras, se renuncia por instinto.


Oscar E. Donayre Gonzales
Lima, 29 de octubre de 2008

martes, 28 de octubre de 2008

Dilema del frío


Estás tranquila y amurallada,
silenciosa,
como dejándome el dolor sobre la sábana.
Apoyada sobre una fuente de suspiros sueltas tu silencio
también cuando mis ojos te aman,
una lección que aún no olvido;
profunda en la libertad que acaba.

Un beso imaginario recorre tu cuello,
errante a cualquier mirada,
fugitivo de la sombra en tu piel;
de parte mía, solo tuyo;
si me dices que no,
renunciaré a mi carácter prófugo
y seré prisionero de tu bosque sin límites,
sobre la tierra tendida descansaré mis músculos,
cansados de tanta roca y desierto vil.

Y cohabitan mis lágrimas y tu nombre,
inalterables, ante el hambre de la verdad,
dándose las espaldas; ninguno se recompone.
Tal vez el tiempo haga un nudo en el ahora
y tú transformes tu apellido
y yo deje de contar las horas
y ya no seremos ilícitos.

Si dejase de lado las excepciones y te besara sin disculparte,
sería delicioso saber que mis labios besan unos que se equivocaron;
pero a veces.

Cuando te sueño
(supongo que en esta ocasión es lo correcto
porque de lo contrario el tiempo de la madrugada
permanecerá neutro y mortal)
suelo estar con los ojos abiertos,
con las pupilas hamacando máscaras.

Estás tranquila y silenciosa,
dejándome el dolor sobre las sábanas.
Y hoy te miras en el espejo y suspiras por otros ojos que te aman,
las lecciones se escriben con sangre,
y mi sangre aún te ama.

Oscar E. Donayre Gonzales
Lima, 28 de octubre de 2008

sábado, 25 de octubre de 2008

Medianoche


Si cabe en tu vida
una pregunta mía
quisiera que escuches el porqué.

Todas mis mañanas las empezaba con presencia de soledad
y con ausencia de luz,
mi almohada,
la insoportable ventana que da al balcón,
la chimenea del primer piso apagada,
una ciudad de cables rodeándome;
mis mañanas no tenían labios que morder,
mis ojos abiertos no tenían razón.

Sobre mi espalda soportaba una cruz que resbalaba,
una corona de uñas francesas,
heridas que parpadeaban a ritmo de venganza,
amigos con palabras avinagradas de tanta prisa;
una promesa de paraíso nuevamente me azotó.

Estuve deseando ángeles y se me nota en las arrugas de la frente,
tuve que aprender a la fuerza que la mayoría de ellas no son leales
y al levantar vuelo sus tectrices se refugiaban en la piel como dagas incandescentes.

Debes tener unos 7300 días de hermosa.

Yo te encontré bajo horas noctívagas, fresca y luminosa, no llevaba reloj ni un clavel;
pero pude contar las extenciones de tu sonrisa,
tus ojos de cielo transparente colocaron la cruz en el monte calvario.

Me miraste máxima e intacta,
tan rápidamente que te convertiste en eternidad,
sucedió en imagen clara el infinito expuesto.
Y me pregunté
si la voz se transformó en lapiz al subir por tus cabellos...
Te marchaste tomando el transporte público de turno,
tus piernas te llevaban,
tu perfume se quedaba,
tu mirada la perdía...

Y entre mis labios aún tengo la pregunta.
Y en mis manos aún tengo el porqué,
el alma que deshoja desnuda
la carta que jamás te entregué.

La mente se sumerge en la sombra de mi presente,
contigo he compartido un instante, un mundo
y desde aquella noche llevo puesto un reloj soñador;
un despertador para qué...


Oscar E. Donayre Gonzales
Lima, 25 de octubre de 2008

viernes, 24 de octubre de 2008

Solo nos quedan las flores

Ella hacía carreras con los hilos de coca,
su ruleta la llevaba en la cartera,
solía mostrarle las piernas
a los chicos que no bailaban en el sargento pimienta;
y solía sonreír; sonreía como una princesa.

Ella le robaba a la vida a diario dos días,
también le gustaba abrazar a su amiga,
a la más inofensiva, fuertemente
como si compartiera esa tonelada de gramos en el alma.


Ella disfrutaba de las circunstancias de fin de semana,
de las sustancias plenamente
y de las esperanzas a veces...


Yo la observaba tomar su canada dry al salir del colegio con su falda ploma
y sus zapatos sin lustrar, muy bella, muy quinceañera; bien
y en las noches de ahora no sé qué toma; pero suenan sus taquitos a inestabilidad,
parece que su falda se desploma.
De golpe la tristeza me besa,
hay cosas que no cambian y hay existencias que se encuentran de golpe,
como tu mirada bella y mis lágrimas fugaces;
lo que nunca fue ... sentirlo ahora; me apena no poder acompañarte...

---

Y conversé con ella cuando su cuerpo no le podía obedecer,
me dijo cálidamente que la oscuridad de su alcoba le daba una herida cada día,
que sus amigos no la visitaban porque tenían compromisos sociales que atender;
ella sentía un dolor extraño, un dolor que su cama no podía entender.
Hoy su amiga inofensiva se le parece, hasta usa los mismos tacones
y se junta con amigos comunes para ver pasar el amanecer,
también hace carreras, es ganadora en 3 bares pero a ella no la puedo ver;
nunca la vi tomar canada dry.

---

Después de calentar el agua en la olla, la bañé
y a los pocos meses murió.

Hay cosas que no se pueden consolar
y que renacen a cada instante en el corazón.


Oscar E. Donayre Gonzales
Lima, 24 de octubre de 2008

jueves, 23 de octubre de 2008

Redes

Señora, gracias.


Me pongo a disfrutar las líneas de su espalda,
con la mirada,
con la camisa desabotonada,
con la paciencia que tiene un escultor principiante,
la contemplo en el renacer de su paisaje.



Y la imagino con zapatos de taco 9,
con una blusa blanca transparente,
con una mini ajustada, una bufanda violeta y un impredescible brassiere.
Pero sé que no es cierto
porque doy fe de su desnudo infiel y de lo que no veo,
que nos abrazaríamos si existiesen años justos en incendio.


Existen ciertos rincones que destroza con su cuerpo delicioso,
con la idea mía de sus areolas en el crepúsculo,
con sus senos asesinos en la aurora, ocultos en el bosque de las uvas, esperando respirar,
esperando la noche del exceso, del vino embriagador;
quizás es el viaje imaginario que dan mis manos a sus pechos
que descuartizan mi aburrimiento y que reemplazan el permiso con el contacto,
con un delicado beso.

Y me pongo a disfrutar las sombras de su espalda,
acompañándola,
saboreándola,
camuflándome sobre el resumen de su fragancia;
es un perfume cómplice,
una nueva sábana.

Nadie nos ve e interrumpo mi apetito porque es mayor usted...
Pero aún llevo conmigo su cuerpo incompleto,
una fotografía como telaraña,
deseo perfecto, sin pasado;
de usted me gustaría saberlo,
sus primaveras,
su agua, su fuego,
las líneas de su espalda y mi hasta luego.


¡Cómo me enseña a sufrir usted!


Oscar E. Donayre Gonzales
Lima, 23 de octubre de 2008

martes, 21 de octubre de 2008

22 años


La nena jamás conoció a su papá
y solía sembrar charcos luminosos sobre el lodo,
después de enjabonarse y lavarse las manos
dibujaba princesas sonrientes en su dormitorio.

Le encantaba sentir los colores
entre sus dedos y en las flores, los pétalos;
ver caricaturas y programas infantiles,
tocar los vestidos de las niñas grandes
y ver como se van las barbies de otras nenas
en sus lindos automóviles.

La nena tuvo que crecer
y dejó a su osito al lado del velador.

La nena jugaba balompié,
era atacante,
y de vez en cuando se lastimaba las rodillas;
pero con ese 9 en su espalda era imparable.
Le gustaba estudiar gramática y escribir correctamente las palabras difíciles,
solía garabatear la última página de los cuadernos,
especialmente en el de matemática.

La nena le preguntaba a su mamá si la quería
y su madre le respondía que mucho,
ella sonreía y se iba a acostar.
Pero las noches no tenían sueños en su mundo,
su madre ya no le contaba cuentos,
su padastro la tocaba,
le sellaba sus pequeños labios con las manos oliendo a malta
y con su movimiento incapacitaba sus palabras.

La nena jamás conoció a su papá pero deseaba uno como superman.
La nena rezaba mucho.

Hoy la nena se levanta temprano a trabajar
y le lleva flores a su madre una vez al año,
no sabe nada del padastro
y tiene en la cabecera de su cama
un osito de felpa que le debe un abrazo.



Oscar E. Donayre Gonzales
Lima, 21 de octubre de 2008

lunes, 20 de octubre de 2008

Parcialmente perdida



Son las noches que te escribo

y que tú le esperas,

las que parecen días interminables.

Y son noches inolvidables,

de las que saboreo el silencio de un amanecer;

imaginar que te desvisto,

y cojo del aire un parpadeo para detener

el perecer de un presentimiento.

Son las noches que te escribo más oscuras que las gotas del café que necesitas para abrazarle

y soltarle un beso a su regreso. Más oscuras que las sombras extraviadas en un espejo,

los túneles no me alcanzan.

Son las noches que de mutismo enfermo

en las cuales se potencian mis versos,

las palabras sufren de autismo,

su mundo de ajedrez les permite recorrer el camino cardiáco,

es un diagnóstico inmóvil porque no hay remedio.

La vida late despacio,

y en reiteradas ocasiones cuesta vivir.

Podría espesar mi esperanza y sin embargo no será la sonrisa protagonista de la verdad;

podría esconder mis debilidades y limpiar mis fracasos

mientras en el papel la blancura verá pasar sucias mentiras,

no sería yo culpable;

podría ver el cielo y una lágrima regalarle a la tierra

con tristeza o alegría,

sea cual sea la finalidad, el inicio es uno

y tú podrías ser la mujer que no lastima y sin embargo solo eres tú.

Subrepticiamente de los pianos que arriman la nostalgia,

nace una sensación vulgar que paga la libertad de su traje sastre;

con los aros de regalo, con las pulseras de catorce quilates,

las promesas preescolares también cadáveres,

de su amor que niega a morir su pozo putrefacto,

de su sonrisa que encubrió el sufrimiento con piel de ventura.

Y así se forjan los auto-maltratos,

con oro dogmático,

entre manos que vacilan,

caminando por acantilados tan jóvenes coleccionando despedidas

y como siempre,

saludando...

Y hoy que las flores se arrugan y el sol busca un diccionario,

el agua que he de beber la escupo a los años.

Y derrumbo la estafa de la percepción,

todo lo que mis ojos reciban pasará por un filtro antojadizo

o quizás no.

No puedo amarla pero puedo amar lo que comprendo de ella.

Oscar E. Donayre Gonzales

domingo, 19 de octubre de 2008

Una distracción ínterin (statu quo)

A veces suelo imaginarte sola
cuando sé que no lo estás.

Amparo la ilusión de que pronto me darás un par de afirmaciones mientras al verte, enfermo de catalepsia leve.



No me refiero solo a encorazonar imágenes o
glasear con trazos encurvados las hojas blancas, sino a encender la violeta lamparilla de mi alcoba pensando que se multiplican tus lecturas detrás del cristal, que anda noctívago tu calor por mi ruta, que tu esfuerzo es tranquilo e inmerso en una rescatable soledad.

A veces te comprendo.

Y se me concentra la energía en el silencio porque vaya nochecitas son las que te sueño, cuando son de frío puro y nadie lo sabe, cuando soy uno al cubo, cuando hay demolición en el tiempo.

Recorremos a las fotos amarillas, a releer cartas de simulacro o libros de presumir, hacemos aparecer la R en el vehículo otra vez. Pero no esta noche, hay prohibición de retroceso; esta noche vencerás el miedo a la oportunidad, dejarás la macocoa con tu mascota, pues ella sabrá que hacer.

A veces el silencio se escucha.

Porque el silencio es el grito más desesperado de la raza humana, el cumpleaños del lenguaje.

Yo puedo verte mientras que tú solo me escuchas, no es necesario estar frente a frente o tomarnos de la mano, es preciso sentirnos amados cuando se internan las enfermedades o cuando se siente haber escrito una historia en el viento de verano.

Yo te digo que mires la luna y tú me respondes que cierre los ojos... es como debe ser,
como somos.

Los besos se deben naturalizar,
y nosotros debemos besarnos.




Oscar E. Donayre Gonzales

Lima, 19 de octubre de 2008

jueves, 9 de octubre de 2008

"Parte de ti"

¡Oye tú,

deja de decirle a Dios lo que debe hacer!



Escucha la sangre de la tierra,

ella no asusta a nadie,

perdona mientras corre;

pero no la hieras con la tuya,

tampoco la manches con la nuestra

que en la última puesta de sol

un segundo de reflexión que ocurra,

la testigo de tu carne caída te recibirá

haciéndote una casita en su barriga, sin mucha altura.



La locura es el crepúsculo interior,

un refugio empolvado y equitativo de nacimiento.

Hace tanto que no la veo. La imaginación me llevó a otros labios.

Hace tanto que no me invento motivos diversos.

Todavía logro verme en el espejo

sigo sosteniendo su frágil bufanda.



Hay ocasiones en las que me pregunto si

el que recuerda es el que lleva la filosofía,

las interrogantes y los límites en una personal ordalía.

Pensar es como jugar con una daga en la mano

y avanzar,

y correr,

y saltar pensando que cada vez

se puede llegar más alto.



Me hieren, luego existo, quiero decir que dicen...

Empero, después de haber amado,

sigo haciéndolo a una distancia que imposibilita la calma.



Existen ojos para cada persona,

ojos ajenos,

ojos que valoran,

que detienen su búsqueda en la ciudad,

que logran desaparecer su dolor,

que gimotean con voz de papel y reflejan claveros.

Traté mal a mi paz

y no saludé a las estrellas como lo hacía en mi niñez,

todo es tan fugaz.



Quisiera besarte.



¡Capuchinas a tus pies!



No quiero mi piel con libertad.

No quiero mi voz en un escenario.

Extraño tus caricias,

extraño tus distracciones en mis labios,

extraño tresañal,

lo estático que se hace aceniza.



Los ecos se expanden,

vuelan y nadan;

y yo solo puedo arrastrar mis propias acusaciones.

Tengo varios libros viejos que he vuelto a leer,

desconcentrado quisiera estar para fundamentar mi ausencia de respuesta;

ninguno me sirve, ninguno me ayuda;

los sembré en el alma mía

pensando que encontraría una manera de recuperar mi pasado,

pero cada letra, cada párrafo

es inútil en mis días.

Decidí buscar en las librerías,

unos buenos.

Grandes libros,

grandes hombres;

pero hoy,

hoy no logro encontrarlos.

Tal vez mañana publiquen cosas de más sentido.



Y volví a darme vueltas por las esquinas

y frené a lanzar un par de aviones verdes a las cajas.

Me llevé 3 obras muy bien empastadas

y en las noches respectivas con ellas aprendí a soportar

las mañanas solitarias.


Hoy me siento como la evolución de Gonzales Prada,

como Vallejo,

con los indios al galope,

con apetito de justicia;

hoy necesito lo que merezco, lo que fue poderosamente mío.

Hoy mis ojos funcionan por el lado oscuro,

son lucernas autónomas.



Puedo tenerlo todo cuando cierro mis ojos.


Hoy ella viste camisolas,
se ve más radiante como cuando tenía su pancita.
La acompañan su hija y su amor
(acepto con lamento).
A diferencia de la tierra, ella ganó una sonrisa,
se purifica mientras aprende el oficio que proyecta la vida;
la tierra me acogerá en su vientre
pues ya no puedo acurrucarme en sus brazos de mujer.


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6 meses después (supongo que lo siguiente...)

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La veo jugar

e imagino que así lo hacía su mamá.

Quisiera darle un beso en la frente como si fuera mía.

Cargarla y ayudarla a deslizarse por el tobogán...


Necesito.













Oscar E. Donayre Gonzales

viernes, 3 de octubre de 2008

En memoria de un viejo lobo


Desde hace algunos años, tengo la costumbre de leer, aunque sea parcialmente, al menos un periódico por día. Lo hago sistemáticamente desde que el Jornal do Brasil comenzó a ser vendido por R$ 1.00, precio asaz más accesible que el de otros periódicos. Eso fue hace más o menos dos años y algunos meses. Además, ya en Lima, yo solía comprar La República (cuyo precio es el equivalente S/. 1.00) o Perú21 (que, por aquellos años, costaba apenas 50 céntimos).

Comencé a hacer de esto algo natural. Más, ha llegado al punto de que, si un día no tengo el jornal en las manos, siento que algo falta aquel día. Aparte de ser baratos, esas publicaciones siempre me agradaron porque son más cortas, fáciles de leer y no tienen gran coherencia ni parecen pretenderla. He comprendido que lo que diferencia a los periódicos baratos de los más caros no es una postura a la derecha o a la izquierda, ni siquiera una calidad particularmente inferior al resto. Es, más bien, la falta de padrón, la ausencia de cohesión y coherencia lo que los caracteriza. Sin recursos para tener en sus filas a los columnistas que quisieran, los editores se ven obligados a juntar en el mismo espacio todo tipo de columnistas, de las más diversas calidades, opiniones, estilos. En el mismo diario, en la misma edición, pueden verse airadas protestas contra la invasión de Irak lado a lado de igualmente apasionadas apologéticas en favor de la guerra preventiva.

Entre las columnas que con más avidez he leído en los últimos tiempos, está la de Fausto Wolff, cuyos artículos, alojados en el Caderno B del Jornal do Brasil, yo leía casi diariamente. Antes de entrar al salón de clases, compraba el periódico y, apenas tuviera tiempo para leerlo, comenzaba por la columna de Fausto Wolff, antes inclusive de los cómics y el crucigrama.

Hace un par de semanas, al abrir el Jornal do Brasil antes de mi clase, me di con la ingrata sorpresa de la ausencia de aquella columna que con tanto afán yo leía. Fui para la capa del periódico y, en una esquina, estaba la noticia que comunicaba el fallecimiento de Fausto Wolff.

Vale decir que casi nunca concordé con las cosas que él decía en su columna. Sólo eventualmente, cuando hablaba sobre literatura, compartía alguna idea. Pero sus ideas políticas (que no eran pocas) casi siempre las rechacé y discordé de ellas de medio a medio. Él era militante del Partido Comunista Brasileiro (PCB), facción trotskista que, de más decirlo, era todo lo opuesto a un maoísta. Su postura frente a la actual situación de Bolivia, de Venezuela, de Lula, ..., siempre me sentí alejado cuando no opuesto a ellas.

Al preguntarme qué me hacía procurar con tanto interés las palabras de alguien que pensaba tan diferente de mí, veo que es por algo que está por encima de la ideología, de la opinión y de la exégesis. Como él mismo dijo en un artículo, lo que diferencia a un escritor del resto no es tanto la técnica literaria como la sinceridad. En Fausto Wolff, yo podía acusar ingenuidad política, revisionismo, cualquier defecto en fin.

No podría, sin embargo, decir que era insincero. En sus artículos, parecía tener la sinceridad del borracho en el auge de la fiesta. Dejaba trasparecer que era de una época distinta del periodismo, época un poco más conservadora y un mucho más humana. Era un periodista más apto para otras eras, de las que, a mí, sólo me llegan las imágenes a través de la historia. Un articulista para esos años que él se encargaba de contarnos con orgullo que vivió, esos años en los que Rio de Janeiro ganó el nombre de Cidade Maravilhosa, cuando la selección brasilera encantaba por primera vez al mundo y Pixinguinha componía las canciones eternas de la música brasilera.

José Vargas Bazán
Rio, octubre de 2008