lunes, 28 de septiembre de 2009

Canción de amor por todos los corazones adolescentes


Todos los caminos,
Negra,
se agotaron.
Los amores se fueron,
los sudores, los fulgores,
los días de puntear
los boleros
en la viola.

De pronto,
la vida
nos dio en la nuca
como un recodo judicial.

Adiós Bakunin,
Kropotkin, Malatesta,
adiós a los maristas,
a los buenos populistas
con su canto enardecido,
adiós.

Hasta nunca,
encanto de la alborada,
juventud de los claros de luna,
los cigarros iluminando el barrio,
los lupanares en medio del humo
a enseñarnos que el infinito existe,
hasta nunca.

No obstante el cáncer
o el napalm,
es bueno saber que sobrevivimos
al camino de las piedras,
nuestra bandera negra
tremolando en tierra yerma.

Cómo uno se emociona
al ver alguna cosa
entre todas las cosas
en un cuarto
(si todas las cosas
están en Sudamérica).

Negra, ven,
duerme conmigo.
Los peores días
ya pasaron.
Es una alegría
estar vivos.

José Vargas B.
Rio, setiembre de 2009.

martes, 8 de septiembre de 2009

Fastos

Actualmente me encuentro recordando. Fue durante febrero que la conocí. Gracias a la recomendación de un amigo visité aquel local. En aquellos años vivía en San Isidro, podía darme lujos de todo tipo. Especialmente de los no materiales.

Verónica cuidaba mucho a su hija de lo que hacía.

En las vacaciones de verano, falleció su madre y tuvo que llevar a su hija al trabajo unos días. La dejaba en la habitación de al lado, procurando que los clientes no hicieran mucho ruido con la manipulación de su cuerpo ni con la cabecera de la cama. Verónica a veces, colocaba sus dedos entre la cabecera y la pared.

Ella confiaba solo en las mujeres; su amistad con las chicas nació de la empatía de una estricta desnudez colectiva. El prostíbulo era una hermandad ejemplar, en donde cada espalda era velada después de las faenas y en donde los ojos ya no tenían lágrimas, solo responsabilidad de vigilancia. Todas eran mujeres fuertes y encantadoras, unas verdaderas damas. Tenían diferentes profesiones desde arquitectas hasta abogadas. Ellas alquilaban sus cuerpos por gusto.

Los dormitorios eran simples, zafios. Contaban con un par de diminutas ventanas al frente de la puerta, y bajo éstas, se situaba la cama con una debilidad perpetua, inmortal. En aquel lugar solo las mujeres hacían la diferencia. Sin embargo, el cuarto donde la niña pasaba las horas sin estudio estaba repleto de peluches y juguetes; principalmente, juguetes de madera, móviles, mecánicos, de rudimentario accionar, aquellos juguetes inofensivos que cada vez se dejan de fabricar más.

La niña tenía 7 años y lo que escuchaba era siempre profundo, directo. Sus manos delicadas, livianas se perdían siempre en la perfección de lo ajeno, su tacto era excepcional. Su madre solía dejar la puerta cerrada con llave para que ella no saliese y se encontrase con sonidos experimentados o debutantes (que usualmente eran gemidos seguidos por un silencio gratificante). Su madre trataba de evitar el contexto. La habitación donde la niña se encontraba era la última, yuxtapuesta a la salida y al vigilante.

El pasadizo era alfombrado y originalmente, de color escarlata. Esta alfombra ha sido lugar de la examinación del placer, del morbo, de la búsqueda interna del deseo y su irreversible reconocimiento material, que frecuentemente era sobre los pechos o piernas de alguna meretriz; de las miradas contenidas e inquietas; y finalmente, de la elección de la mujer que cumpla con la mayoría de estos parámetros particulares o jadeantes apetitos callados. Por tantos pasos su color era ahora de un carmesí holgazán, laxo.

Los ojos de la pequeña era preciosos, como si dos almendras compitieran en un certámen de belleza líquido, imperceptibles líneas ambarinas se detienen bajo las pupilas rodeadas de un sector cetrino hipnotizante. Pero lamentablemente estos ojos no veían más que neblina, y a veces, en los días de verano, como éste, colores que oscilan entre aceitunas gastadas y zarzamoras guindas.

Solo el mundo sabía cuán hermosa era la niña.

La lista de útiles entusiasmaba a Verónica - y a quién no ¿verdad? - su pequeña sonreía por el simple hecho de ser cargada. Esta es la única tarea fuera del colegio que parece ser agradable en general, pensó Verónica. Ese contacto entre hija y madre lo era todo. Ellas deseaban estar unidas siempre, querían encontrarse de manera creciente, progresiva; pero habrá un alto innevitable y solo la madre conocerá.

A Verónica le gustaba elegir coloridos útiles para su hija, tenía la esperanza incesante que toda madre tiene, inagotable, siempre latente, al margen de todo pronóstico y estadística que su hija podría no salirse de las líneas y colorear las paredes alguna vez. Verónica compró 3 lápices Staedtler e imaginó a su hija como ella en el pasado, girando el lápiz sobre la carpeta para ver la combinación entre amarillo y negro; además gracias al orden espectacular de la pequeña no habría problema con que el lápiz no tuviese un borrador incorporado y en su lugar hubiese solo una superficie convexa, lisa y roja. Ella tendría todo a la manos. Ambas decían "fuchi" al oler los cuadernos y los libros nuevos; ambas chocaban sus narices sin saber nada más que su mundo compartido fuera del prostíbulo.

La noche que me atendió fue inolvidable. Su madre aún estaba viva. Conversando con ella durante mis 30 minutos restantes noté que era la prostituta ideal. La prostituta de un escritor. Le dije que de no ser por nuestros fracasos esa noche no hubiésemos estado juntos. Ella me miró sonriente y dijo: "No estamos juntos, estamos echados. Prepárate Oscar, que tendrás una victoria". E inmediatamente cogí sus muslos.

Iba hacia ella dos veces por semana. Los sábados solo nos besábamos entre charlas. El último sábado de abril los besos cesaron, me dijo que su madre había fallecido en un accidente automovilístico. Estaba muy triste. Esa noche casi nos dormimos abrazados. A diferencia de las demás chicas ella tenía un horario y yo, esos dos días tenía una responsabilidad. Dejé a Verónica y a Micaela en su casa. Mientras subía las escaleras no pude explicarme cómo aquella mujer podía estar sola. Pensé que confundía las cosas, verla triste me ilusionaba, verla vulnerable era lo que realmente siempre quise. Comprendí entonces que aquella percepción literaria, su intensidad y efecto era en vano pues ella estaba allí porque así lo quería. Era ilógico preguntarse por qué estaba sola. Ella tiene a Micaela. Sé que no debería juzgar pero aquel gusto me parecía una desgraciada expresión de libertad.

Aquella madrugada Verónica dejó de verme. Sé que Micaela escuchó nuestros forcejeos; pero ella era inocente. Sus ojos no eran ni testigos. Mis manos nunca secaron. Sería peligroso detallar dónde me encuentro ahora, no diré puente o barranco, solo diré que me encuentro recordando.
Recordando...


Lima, 08 de Septiembre de 2009
Oscar E. Donayre Gonzales