viernes, 3 de octubre de 2008

En memoria de un viejo lobo


Desde hace algunos años, tengo la costumbre de leer, aunque sea parcialmente, al menos un periódico por día. Lo hago sistemáticamente desde que el Jornal do Brasil comenzó a ser vendido por R$ 1.00, precio asaz más accesible que el de otros periódicos. Eso fue hace más o menos dos años y algunos meses. Además, ya en Lima, yo solía comprar La República (cuyo precio es el equivalente S/. 1.00) o Perú21 (que, por aquellos años, costaba apenas 50 céntimos).

Comencé a hacer de esto algo natural. Más, ha llegado al punto de que, si un día no tengo el jornal en las manos, siento que algo falta aquel día. Aparte de ser baratos, esas publicaciones siempre me agradaron porque son más cortas, fáciles de leer y no tienen gran coherencia ni parecen pretenderla. He comprendido que lo que diferencia a los periódicos baratos de los más caros no es una postura a la derecha o a la izquierda, ni siquiera una calidad particularmente inferior al resto. Es, más bien, la falta de padrón, la ausencia de cohesión y coherencia lo que los caracteriza. Sin recursos para tener en sus filas a los columnistas que quisieran, los editores se ven obligados a juntar en el mismo espacio todo tipo de columnistas, de las más diversas calidades, opiniones, estilos. En el mismo diario, en la misma edición, pueden verse airadas protestas contra la invasión de Irak lado a lado de igualmente apasionadas apologéticas en favor de la guerra preventiva.

Entre las columnas que con más avidez he leído en los últimos tiempos, está la de Fausto Wolff, cuyos artículos, alojados en el Caderno B del Jornal do Brasil, yo leía casi diariamente. Antes de entrar al salón de clases, compraba el periódico y, apenas tuviera tiempo para leerlo, comenzaba por la columna de Fausto Wolff, antes inclusive de los cómics y el crucigrama.

Hace un par de semanas, al abrir el Jornal do Brasil antes de mi clase, me di con la ingrata sorpresa de la ausencia de aquella columna que con tanto afán yo leía. Fui para la capa del periódico y, en una esquina, estaba la noticia que comunicaba el fallecimiento de Fausto Wolff.

Vale decir que casi nunca concordé con las cosas que él decía en su columna. Sólo eventualmente, cuando hablaba sobre literatura, compartía alguna idea. Pero sus ideas políticas (que no eran pocas) casi siempre las rechacé y discordé de ellas de medio a medio. Él era militante del Partido Comunista Brasileiro (PCB), facción trotskista que, de más decirlo, era todo lo opuesto a un maoísta. Su postura frente a la actual situación de Bolivia, de Venezuela, de Lula, ..., siempre me sentí alejado cuando no opuesto a ellas.

Al preguntarme qué me hacía procurar con tanto interés las palabras de alguien que pensaba tan diferente de mí, veo que es por algo que está por encima de la ideología, de la opinión y de la exégesis. Como él mismo dijo en un artículo, lo que diferencia a un escritor del resto no es tanto la técnica literaria como la sinceridad. En Fausto Wolff, yo podía acusar ingenuidad política, revisionismo, cualquier defecto en fin.

No podría, sin embargo, decir que era insincero. En sus artículos, parecía tener la sinceridad del borracho en el auge de la fiesta. Dejaba trasparecer que era de una época distinta del periodismo, época un poco más conservadora y un mucho más humana. Era un periodista más apto para otras eras, de las que, a mí, sólo me llegan las imágenes a través de la historia. Un articulista para esos años que él se encargaba de contarnos con orgullo que vivió, esos años en los que Rio de Janeiro ganó el nombre de Cidade Maravilhosa, cuando la selección brasilera encantaba por primera vez al mundo y Pixinguinha componía las canciones eternas de la música brasilera.

José Vargas Bazán
Rio, octubre de 2008

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