viernes, 31 de octubre de 2008

El baile concluso


-Qué dice, chino. Una cervecita, oye.

-¿Cómo le va, profe'? ¿Qué? ¿Ya no toma su chichita? Reciencito la he hecho - dijo, sacando una botija de jora de debajo del mostrador.

-Nada, chino, una chelita nomás... Dame un quesillito también.

Miré de reojo alrededor y luego zambullí la mirada en el periódico del día. Había estado caminando por todo Cajamarca antes de meterme a esta cantina. Se encontraba al final del jirón Amalia Puga, cerca del estadio. Esa tarde había sido la más triste de mi vida seguramente. El médico me había dicho que no podría más quedarme en Cajamarca si quería vivir. Mi corazón viejo, materialista, ya no funcionaba bien, y por días se estrujaba hasta hacerme sentir un dolor inefable en el pecho. En esas horas, me acordaba de mi abuela, que me decía que la enfermedad en la vejez es ya medio camino andado hasta la muerte.

Pero a este pesar ya me había acostumbrado. A lo que no podía resignarme era a dejar mi ciudad. Esta noticia me había dejado mal; mi rostro demacrado parecía revelar una muerte cercana. Antes de entrar al bar, me detuve frente al convento de San Francisco y lo observé fijamente. Me estaba despidiendo románticamente de una iglesia a la que nunca le había dado atención. Me iba de Cajamarca con el pecho encogido por mi dolencia cardiaca y por una amargura al fin de la vida galopando negra sobre mi vejez.

Sentado en esa mesa vieja pensaba mucho. Anduve por los cuatro cantos del mundo durante mi vida. Tuve en mis manos un par de mujeres bellas y muchas feas, siendo que de este último grupo tampoco ninguna me amó. Pasé varios años pensando que en algún sitio existía una mujer que me amaba y que yo amaba secretamente también. Toda mi vida la pasé creyendo en el amor único, eterno, tenía una idea más bien cristiana del amor. Demoré demasiados años para ser verdaderamente materialista, cuando estaba ya demasiado viejo y la experiencia no me servía ya de nada. Mi materialismo era, como decía "Ringo" Bonavena, un peine ganado cuando uno ya está un calvo.

Cansado, volví a Cajamarca con la idea de pasar tranquilo mi vejez, solo, sentado en una banca de algún parque en el barrio de San José, el que me vio venir al mundo y que ojalá me viese partir de él también. Esta vida metódica era triste, no obstante fuese relativamente tranquila y predecible. Me mantenía con el sueldo de la universidad y los cuatrocientos soles que me pagaba un semanario local por escribir artículos contra el alcalde los domingos. Eventualmente, Yanacocha también me pagaba para desmentir lo que decían las ONG's ambientalistas. Ya ni siquiera la pasión por una mujer me motivaba. Pero si de un hilo pendía mi vida, éste era el tenso hilo del amor. No más por las mujeres que no me correspondieron en tantos años; ni siquiera por el hijo que me daba un par de palmadas en la espalda, unas pastillas para la presión alta y cincuenta soles cada vez que se acordaba. Tal vez, un amor ni siquiera físico. Anciano, con el corazón malo y con miedo de alguna enfermedad en la próstata, yo vivía de la nostalgia más de todo lo que no hice que de lo que hice. Me ponía en pie el amor por Cajamarca. Caxamarca, esa mi ciudad en donde prendieron al inca algunos barbudos extranjeros, curitas y chancheros de ultramar munidos de indispensable pólvora.

-¿Qué dicen las clases, profe'? - me dijo el cantinero mientras limpiaba la otra mesa con un trapo húmedo.
-Ahí, chino... Tú sabes cómo son los jóvenes ahora: unos relajados de mierda... Se van a la U más a huevear y a 'jilear' que otra cosa, compa're.

Comenzó una lluvia fuerte. En diez minutos, el jirón era un río. Corría el agua veloz, marrón, arrastrando la basura y las hojas secas; en Cajamarca, están secas en toda estación. La gente que estaba en la plaza al frente se fue recogiendo, los niños, las viejas rezadoras, las celestinas, las muchachas del Santa Teresita.

-Disculpe, profe'. Voy a estar adentro. Cualquier cosita me pasa la voz nomás.
-Ya, chino. Anda nomá'.

Y, entonces, estaba solo. Solo como en verdad siempre estuve en mi vida. Solo de una soledad vacía, estéril. Llovía cada vez más. La espuma de la cerveza se fue diluyendo hasta desaparecer. No valía la pena tomar una cerveza caliente y sin espuma. Ataqué el quesillo. Le rocié la miel y comencé a comerlo. Hice esto lentamente, como todo lo que se hace en esos años. Lo comí sin saborearlo casi, más pensando en el hecho de que tal vez no más vería esa cantina del jirón Amalia Puga. Allí, yo era alguien, tenía un nombre, la gente me decía "Cómo le va, profe'". El melado de caña supo amargo como nunca antes y nunca después.

De pronto, entró una mujer diciendo algo que no recuerdo. Se sentó en la otra mesa. Puso su chal negro sobre un costal de maíz y sacó de su cartera un libro o una agenda. Era una mujer vieja, de una edad como la mía. Le hice un gesto con la cabeza.

-Este clima está fregado, ¿diga?. Está que llueve, que no llueve - me dijo. Le vi el rostro entonces. Nada de su físico llamaba la atención; era una anciana como cualquier otra. Tal vez, fuese una monja, pues tenía un crucifijo grande sobre el pecho.

A esa altura de la vida, había comprendido que la vejez borra todo, lo bueno, lo malo, lo bonito, lo feo. ¿Qué podíamos hacer dos ancianos en una tarde con un temporal que nos impedía salir, que no fuese hablar sobre temas simples y lugares comunes, sobre la lluvia, el clima, el día, esas cosas?

-Disculpe, ¿sabe cómo puedo llegar a la Plaza de Armas? - ella mal me miraba y yo continuaba observando la mesa.
-Está acá nomás. Vaya de frente. Unas siete, ocho cuadras - le indiqué con las manos la dirección.
-Gracias.

Otra vez, comenzó el silencio. Yo, pensando en tantas cosas, en mi enfermedad, en mi destierro venidero; ella, haciendo anotaciones en una libreta, leyendo algún libro.

-Y usted, ¿qué hace? - rompió la calma ella sin dejar de lado el libro, la libreta, el lapicero.
-Soy profesor aquí, en la UTC - le dije.

Ella sonrió.

-No sé para qué enseño ya. Sé que estoy con un pié más allá que acá.

Quedamos viéndonos. La lluvia había parado.

-¿Cuánto es, chino?
-Cuatro con cincuenta, profe'.
-Bueno - le dije a la mujer mientras ponía las monedas del vuelto en mi bolsillo -, si no encuentra la plaza, pregunte. Cualquiera conoce.
-Gracias, profesor...
-Pérez - le completé. - Usted se llama...
-Alma - me dijo.

Después, se levantó. Recogió su chal, le sacudió el polvo y se lo colocó. Avanzó luego por donde le indiqué. Me quedé mirándola algunos minutos hasta que la perdí. Para siempre, como todo lo que había perdido ya entonces en mi vejez, en el barrio de San José.

José A. Vargas Bazán
Rio de Janeiro, 2007.

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