miércoles, 1 de septiembre de 2010

Entre la vereda y el firmamento

Me demoro al caminar, no porque el cuerpo haya perdido capacidad sino porque la capacidad actual considera peligrosa la velocidad. Las edades avanzadas (no perpetremos a los matusalenes con esas inválidas palabras) o el buen avance de una edad -como es el caso de su servidor- permiten al individuo ser más precavido. Considero que las precauciones, además de darse para evitar daños o dificultades, son alivios que se da el hombre, pretendiendo extender su afán por añadir experiencias o fantasear con el control del destino (que no es lo mismo porque uno de estos actos es impío). El hombre anhela dictar sentencias, incluso a las circunstancias: al laberinto que siempre espera, a esa parte del tiempo que siempre está pendiente o mejor dicho, que acecha.

Mis pasos, para muchos, ya no son míos. Recuerdos los convencen. Recuerdos que además de ser remotos, son absurdos pero no carecen de ternura. No tengo exactitud pero deben haber transcurrido al menos 4 años sin que el suelo me haya recibido, ya sea por un descuido o un tropiezo -ambas cualidades (perdonen la palabra) son inaceptables para los que no calificamos de infantes o ancianos-. Las huellas me demuestran que hay otro. Ése me detiene. Yo persevero en construirme. Él a veces, me reconstruye. Compartimos la voz y el anfiteatro. No fuimos y no seremos, solo somos. Andamos y quizá nuestra disciplina es apariencia pero la creemos e ignoramos que sea así; es, entonces, un efecto que se resuelve en fe propia, es una vanidad implacable.


Oscar E. Donayre Gonzales
Lima, 01 de septiembre de 2010

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