martes, 28 de diciembre de 2010

La chica del humo

Toda dedicatoria es un ofrecimiento;
estas palabras ya les pertenece.

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Más que un reecuentro fue una noche. Toda noche es consecuencia de una tarde, que es el último verso del día. Nuestro reencuentro fue estrictamente geográfico pues siempre nos ha unido la poesía. Un reecuentro necesita de una previa separación. Evento que jamás fue ni será nuestro caso. Francisco, José Antonio y yo fuimos al café (el café sin afán de nombre, sin pretensión de reconocimiento) que se ubica frente al colegio Experimental en Barranco. Pero, como suele suceder en la poesía, nuestro intento superó a la satisfacción. El café estaba cerrado. Resolvimos -utilizo el plural porque no recuerdo quién lo propuso- ir al bar "Juanito". No habían asientos libres. La opresión de un peso los ocupaba. Mientras acordábamos otro lugar, una mujer se nos acercó. Estábamos en la puerta, posiblemente estorbando. Su inglés despistó a mis amigos. Conmigo no hubo tal efecto pues me interesaba más el lugar al que iríamos que descifrar la inapropiada pronunciación de una mujer ebria. Califiqué en silencio que no había respeto hacia su lengua natal, menos rigor o disciplina. Francisco le dio un cigarrillo, su petición tenía más de gozo que de necesidad. Nos refirió que era su primera visita al país y que era maravilloso. No existió eco ninguno; pero, claramente reconocí la palabra "visita". José Antonio le preguntó su procedencia. Ella dijo que era de California. Yo me pregunté, si en un país ajeno al mío, al mencionar el departamento, o en mi caso, la capital -sé que esta aclaración podría resultar hiriente- se sabría de qué país vengo. Salieron del bar un hombre y otra mujer. El hombre nos saludó con una sonrisa breve y sincera. La otra mujer, cuyas piernas incitaban distracciones, prefirió el silencio, no creo que lo prefiera porque le agrade sino porque le ayudará con la polémica. Francisco y José Antonio, que son más observadores que yo, infirieron que tres asientos habían sido abandonados. Ellos reingresaron al bar. Los seguí.

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Las miradas nos vigilaron hasta sentarnos. Durante ese despropósito visual, Francisco afirmó que la única chica de pie en el bar era la más interesante. Aquel comentario fue una sentencia para los que hacían poco con sus ojos (no podemos decir que era un ejemplo porque evidentemente no había nadie allí capaz de seguirlo) y causaría una fijación profética a José Antonio. La segunda y última sección del bar estaba repleta de afiches. Reconocí al insuperable grupo de rock n´roll, The Beatles y me extrañó uno que manifestaba una candidatura presidencial de Gastón Acurio. Los demás eran insignificantes o no les atribuí significación; sin embargo, cuando pretendía reincorporarme a la conversación, el humo de un cigarrillo bailó frente a un afiche feminista. Si la memoria no me engaña, llevaba impreso en letras coloridas, la siguiente protesta: "La mujer no es una cosa en la TV." Rechacé aquel reclamo por incumplidor y exaltado. Quise buscar de qué boca prevenía el humo. Quise que fuera una bella mujer. La noche dejó de ser tan obscura. Ella sostenía el cigarro con su muñeca en descanso. Comprendí por qué bailaba el humo. Ella se lo permitía. Sus párpados eran carnosos, ensombrecidos quizá por sus implacables noches, enrojecidos tal vez por ese humo. Su mirada era tentadora, más que las ceñidas olas de su cabello. Me invadió una magia de hace cuatro décadas, sus atributos han dejado de ser del espacio. Me sorprendió que a pesar del color crema de sus ballerinas, su piel blanca destacara con elegancia. Ciertamente, la camisa roja y el pantalón negro fueron el contraste preciso. Repentinamente, rió y cubrió su rostro con ambas manos. Aquella tierna manera me ocultó su risa; delicadamente permaneció en secreto. Mas, sus manos fueron como un velo y no un antifaz. Otra mujer causó su risa y la duda de José Antonio con respecto al género de la bromista, me hizo reír a mí. Ellas y el afiche resultaron una coincidencia ubicacional y simbólica. Sin embargo, ella también tenía el espíritu del afiche de The Beatles. Al ver su rostro nuevamente, noté que de su bolso sacó un instrumento curioso. Eran un cilindro hecho de plástico y cuerdas. Su funcionamiento era sencillo, no sé si su ejecución requiera habilidad. Un extremo tenía una tapa elástica con una cuerda en el medio, la cual mediante un tirón daba el sonido. Ella jugó con el instrumento o para darme a las especificaciones, ella se llevó el extremo hueco a la oreja y escuchó mientras sonreía, el llamativo pero leve sonido del instrumento. La mujer que la acompañaba se lo pidió. Ella se lo dio manteniendo su sonrisa. Luego, sucedió lo más hermoso de la noche. De su bolso, sacó un estuche circular negro que cabía en la palma de su mano. Lo abrió y lo sostuvo a la altura de su pecho. Hubo silencio. Sus dedos se deslizaron por el polvo y su mirada se detuvo en el espejo. Sus mejillas eran acariciadas, sus dedos perdían el polvo. Adiviné su naturaleza femenina, aquel rasgo terrible y sutil. Detrás de ese espejo y en la otra mesa, estaba yo, memorizándola. Francisco la reconoció también.

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La que estuvo de pie, ahora estaba sentada a mis espaldas. No estaba sola como cuando la divisó Francisco en la primera sección. La acompañaban mujeres de distintas y permitidas edades. Francisco pidió una jarra con cerveza. El mesero o el sujeto que nos atendió, advirtió que debido a la cantidad de pedidos en espera, (es decir, debido a su lentitud) el nuestro demoraría. El reecuentro hizo de esa exhortación, un infortunio prescindible. Fue después del pedido de Francisco, que José Antonio sintió o mejor dicho, fue vencido por la belleza de esa serena mujer. Por la reacción la supe guapa; pero buscar una confirmación ocular (lástima que el hombre sea un ser ocu-dependiente) y exponerme a ser frustrado por el humo del cigarrillo evidenciaría más un acecho que una curiosidad. Bastaba con la constancia de José Antonio. Además, era otra mujer la que me atrajo. Esa mujer, por ser lesbiana, era más mujer. La cerveza llegó e hicimos un brindis. Nuestros vasos de vidrio se juntaron por única vez en la noche. Francisco recibió una llamada. La jarra tenía aproximadamente para un vaso. La aclaración de Francisco fue la siguiente: "Mi madre me ha pedido que vuelva a casa. Olvidó su llave." Francisco no deseaba irse; pero debía. José Antonio le propuso quedarse un rato más, que era lo mismo que desobedecer. Luego, le insistió. Cuando José Antonio me sirvió la mitad de lo que había en la jarra, comprendí que había aceptado la próxima ausencia de Francisco. Con la partida de Francisco aumentó el interés de José Antonio por la chica. Incluso las conversaciones peligraron por esta mujer. Él la miraba y me manifestaba la belleza que me perdía. Conversamos sobre: el judaísmo, los libros sagrados, los libros clásicos, los medios de difusión, la discriminación, la carente valía de la democracia, de las mujeres y el amor. Excluyo de esas menciones la política y los burdeles porque esos fueron soliloquios de José Antonio. En los bares de Brasil es sencillo iniciar una conversación con una mujer bonita, me dice José, lo difícil es lograr algo con ellas. Me propuso hacer lo que él hizo alguna vez, escribir en una servilleta un poema y dárselo a una mujer. Hubo un chantaje y una condición. Yo no tenía dinero y José Antonio expresó que el solo pagaría si yo entregaba ese poema; la condición fue que se lo diera a la mujer a mis espaldas. Accedí. Cuando regresó del baño me preguntó por el poema y mi servilleta aún estaba en blanco. Le expliqué que no suelo citar los versos de otros autores, como fue su caso, sino que elaboro los míos propios y esos son los que entrego. Creo que en mi método hay más riesgo. José Antonio hablaba en voz alta y la chica se dio cuenta de lo que pretendíamos. Pensé que sería absurdo darle el poema. Uno de los encantos de transmitir un poema a una mujer se halla en la sorpresa y no en la espera. Quizá una supuesta expectativa me intimidó. El poema fue el siguiente: "He hallado en tu idioma de aves y de rosas, un himno de verde eternidad. Un adiós te espera, un adiós que no sabré pronunciar." Puse la servilleta bajo un vaso vacío. La mujer de enfrente se fue. La mujer que estaba a mis espaldas recibía más gente en su mesa.

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Una pareja convencional ocupó el lugar de la chica del humo. José Antonio y yo comimos unos emparedados y bebimos unas gaseosas. Pedí la cuenta. A la sección tapizada del bar, llegó Fabiola Sialer con dos amigas. Ella cooperó con el profesor asignado y estuvo cuando él no pudo. Se encargó diestramente del curso de guión para documental. Ella me enseñó a ver "El niño ciego" de Johan Van der Keuken y compartió, en otra clase, "Los hilos invisibles" (cuán satisfactorio es ese título ahora, cuán ilusorio) un documental de su autoría. Esas dos clases me bastaron para saberla una mujer cálida y sagaz. En la primera clase, me agradó el tímido apoyo con el que nos insinuaba su delicadeza. Evidentemente, la pared actuaba como símbolo antagónico. También, su preocupación sigilosa por bajarse el polo mientras se empinaba para encender el proyector del aula. Me fascinaron las estrias de su vientre. Me enterneció a cabalidad. En la segunda clase fue la primera vez que usó la pizarra. Cuando escribía sus muslos se movían con cadencia. Fabiola y sus amigas realizaron un brindis. Sus tres vasos se juntaron. No quise alzar la voz para llamarla así que le pedí al mesero que le avisara para darle nuestra mesa. José Antonio estaba de acuerdo con ese gesto pero quería que la llamara para conversar. Yo no podía quedarme más porque debía levantarme temprano. Ella aún estaba enfrente cuando me vio. Le saludé con un solitario movimiento de mano. Ella hizo lo mismo. Imagino que en distintas áreas compartimos la timidez. Fabiola discutió unos segundos con sus amigas, imagino, mi propuesta. Ellas se acercaron. Fabiola me preguntó cómo iba con los guiones. Su pregunta sugería una diplomacia que tuve que continuar. Me detuvieron las sillas. Su amiga me ayudó a salir. Ella me despidió con una sonrisa. Yo me despedí en su mejilla. Al salir la media luna estaba increíblemente amarilla. Era ya más de medianoche. La servilleta quedó en su mesa.

Lima, 28 de diciembre de 2010
Oscar E. Donayre Gonzales

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