Te odio mujer. Agradezco
tus miserables engaños.
Una identidad merezco,
de tus labios, de los años.
Hallo cautivador su agradecimiento. No menos agradable ha sido el hecho de que ninguno de sus poemas hable de la obligación de ser católico o del cambio obligatorio de nombre, es decir, de su época. Sabemos que aquel poeta supo de su origen. El poeta que alcanza los temas eternos no será olvidado. Al identificar su odio, le expropió su naturaleza. La emoción severa, resentida y agresora se anula. El odio es inicial mas la calma es futura. El poeta no buscó consuelo sino que una madura resignación lo volvió condescendiente. El poeta será señalado, acaso injustamente por la desleal. Será visto como el que odia, es decir, como el equivocado. Personalmente, considero que esos miserables engaños han sido elevados. Se consiguió un hermoso castigo, uno que quizá imite esta noche.
Sucede lo mismo con quienes me conocen o me ignoran. El azar vuelve ese hecho una ventaja colectiva. Una justificación. (Lector, no se apresure a llamarme ególatra o vanidoso. Una palabra exacta sería progresivo.) Jean Paul Sartre dictaminó: "Hacer y haciendo, hacerse". Lo que parece un juego gramatical es más un auno de los tiempos próximos del hombre, una concentración, una formación y tal vez, una advertencia. En este caso, la apariencia es profunda, como en el caso de la mujeres. Lo que yo hago, casi obligatoriamente, bajo el horario aberrante de un sistema irreversible y errado es mantener la poesía viva. Evito distracciones tanto como reuniones sociales. Soy constante. El usar uniforme es un insulto. La heurística me recuperará; pero la historia no sabrá de mí.
Veo inmutado que los periódicos registran escándalos y tropiezos. Le doy la espalda a las noticias. Sin embargo, he existido entre esa historia, he vivido ante esos hechos. La vida ha sido un barro deforme que he manipulado a voluntad. Califico mis textos como tentativos y algunos amigos como valiosos. Me gratifica que recuerden palabras mías.
Alguna noche -una semejante a la de mañana- tres hombres resolvieron hacerse símbolo. Negaron lo evidente, lo efímero, las malas interpretaciones para hallar una imputrescible. Crearon y se atribuyeron un seudónimo. Crearon, lo que desde el Edén se crea, una ficción; se atribuyeron lo que el hombre con su flotante inteligencia se atribuye, lo necesario. Shakespeare, en la escena ii del acto II, manifiesta en los labios de Julieta, cuando ella se revela contra el enfrentamiento de Capuletos y Montescos, lo siguiente: "Es solo tu nombre el que es mi enemigo. Tú eres tú, te llames o no te llames Montesco. ¿Qué es ser un Montesco? Desde luego, no es una mano, un pie, un brazo o un rostro, ni ninguna otra parte del cuerpo humano. Digamos, por ejemplo, cualquier otro nombre. ¿Qué hay en un nombre? A lo que llamamos rosa, con ese u otro nombre conservarían el mismo aroma. Romeo, arráncate el nombre que no es parte de ti, y en su lugar tómame a mí por entero". Nosotros nos arrancaremos el nombre y haremos parte de nosotros la falsedad y certeza del seudónimo para conservar el aroma de una rosa.
En un curioso momento pensé en los arquetipos. Irresponsablemente extendí su concepto. Si el otro es aceptado por el vulgo, ¿no harían ellos de éste una abstracción real? ¿No habría entonces un modelo ideal de ese error? Si en el mundo de las ideas están los errores, entonces, acertar en este mundo más que una proeza es un milagro. Muchos escritores no usaron seudónimos sino que cercenaron sus nombres o los modificaron. Creo que es válido decir que hay arquetipos de los conceptos. En el Oriente los Libros Sagrados como el Corán son réplicas. El original es divino, un atributo de Dios. En los libros verdaderos hay signos y símbolos, también conceptos y definiciones; pero ¿no son las definiciones límites? Si lo son por qué están en los cielos. Quiero saber quién lee aquel libro, poco importa si se recuerdan mis palabras, deben hallarse las otras. Todos estamos allí, salvados por nuestro verdadero nombre.
Eduardo Babel
Buenos Aires, marzo de 2011
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