miércoles, 9 de abril de 2008

São Paulo: el camino a Damasco


El año 1992, para el Brasil, está marcado por los escándalos de corrupción que terminaron por botar al presidente Fernando Collor. Era un golpe duro para un país que hacía sólo siete años había salido de una de las dictaduras establecidas en la región (y establecida, en el caso brasilero, en toda la extensión del término, pues fueron ni más ni menos que 21 años de tiranía), y que se encontraba frente al drama del impeachment de su primer mandatario elegido por voto directo después del funesto período militar.

Estos vendavales hicieron estragos también en mi familia. Vivíamos entonces en Ribeirão Preto, ciudad del interior de São Paulo. Mientras en el Brasil los precios se disparaban por la inflación, y no había previsión de mejora en la situación política, en el Perú, un ingeniero oriental anunciaba buenas nuevas y hacía parecer que a nuestra tierra natal le esperaban años dorados. Regresamos.

Pero ese 1992 tiene también un lado menos conturbado, o, más bien, tan o más conturbado pero asaz más feliz. Ese año, el São Paulo Futebol Clube, dirigido por Mestre Telê Santana, ganó todos los títulos habidos y por haber. Los principales fueron el Campeonato Brasileiro (1991), la Libertadores (1992) y, luego de un partido histórico, el título mundial sobre el Barcelona de Stoichkov, Koeman, Zubizarreta, Bakero. Viviendo en una ciudad paulista (en la que, además, había nacido Rai, el comandante del equipo victorioso), el amor fue a primera vista. En la cima, São Paulo ganaba hinchas en los cuatro cantos del mundo. Entre ellos, y para siempre, mi hermano y yo.

En 1993, cuando ya estaba viviendo de nuevo en el Perú, el equipo repitió el plato. Salió campeón de la Libertadores, ganándole en la final a la Universidad Católica de Chile. Luego, vino el partido contra el Milan, de Papin, Maldini, Baresi. De este partido, vienen mis primeros recuerdos, ya un poco más claros.

El canal 2 tenía los derechos de transmisión de la Intercontinental. El partido, realizado en Tokio, era pasado en directo. Debido a la diferencia de los husos horarios, la transmisión era en plena madrugada. Mis seis años me impedían mantenerme despierto durante todo el cotejo. Entre cabeceada y cabeceada, caí en un sueño profundo. Mi hermano, sin embargo, asistía sin pestañear.

Pero yo también salí de mi amodorramiento cuando el “¡Gol!” invadió el cuarto. Müller, delantero são-paulino, había consumado la historia. Faltando cuatro minutos para el fin del partido, metió un gol de taquito frente a la absorta e impotente mirada de los italianos. Era el 3 a 2. Esa imagen está indeleblemente grabada en mi memoria. Recuerdo la sonrisa de Telê, quien indicaba con las manos que solamente faltaban cuatro minutos para el fin. São Paulo otra vez estaba en la cumbre del fútbol. Palinha, Müller, Cafu, Leonardo, Ronaldão, Zetti y el que fue elegido el mejor del partido, Toninho Cerezo.

Fue así que nació mi pasión por el São Paulo Futebol Clube. Es ese sentimiento el que me llevó, seguramente, de Rio a São Paulo, seis horas de viaje, mala noche, para ver la final de la Libertadores de 2005. Fue esa emoción impar de querer ver aquello que quedó inconcluso en 1994, cuando el Vélez, con su típico fútbol argentino (este fútbol frío, poco vistoso, que usa y abusa de la provocación, “marrento”, como se dice en Brasil), nos impidió consagrarnos campeones de América por tercera vez. Fueron las ganas de ver la reivindicación del puesto más alto del fútbol sudamericano, más urgente luego de la triste eliminación en 2004 por el modesto Once Caldas. En fin, las mismas motivaciones que nos hacían, a mi hermano y a mí, sentarnos a tratar de sintonizar alguna radio de la AM que transmitiera los partidos del São Paulo, las noches de cuarenta grados Celsius en el suburbio de Del Castillo, en Rio de Janeiro, a solamente 6 horas de São Paulo, pero tan desesperantemente lejos del São Paulo y el Morumbi.

La historia en el Morumbi es conocida. Uno, dos, tres, cuatro a cero. Amoroso, Fabão, Luizão, Tardelli. Cuatro a cero encima del Atlético Paranaense. Casi ochenta mil almas dispersas en la inmensidad del estadio (y unas treinta mil en los alrededores). São Paulo, la ciudad de veintitantos millones, temblaba al son são-paulino: era un delirio la fiesta, el reencuentro con el trono de América. El Morumbi fue el inicio y el fin de las cosas esa noche del invierno paulista.

De San Pablo, de quien “tens o nome”, valgan las palabras que están en su Carta a los Romanos:

“Pero en todas estas cosas somos más que vencedores...”.
José A. Vargas B.
Rio, agosto de 2005.

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