jueves, 10 de abril de 2008

Yo contra yo

"(...) y luego entraba en una habitación donde yacía su madre muerta. Siempre
soñaba lo mismo."
Edmundo di Amicis
Corazón (Cuore)

Yo contra yo
Diez años de la muerte de mi madre

Puedo equivocarme la autoría, pero creo que era Clarice Lispector quien decía que uno escribe para liberarse de la emoción. Al final, escribir es un saldo de cuentas con uno mismo, con el que fuimos, un confronto duro en el que un par de viejos conocidos se bate en duelo impiedoso. Yo nunca había escrito sobre la muerte de mi madre.

Pero uno engaña al resto, nunca a uno mismo.

Ella murió el 29 de diciembre de 1997, con cuarenta años. La enfermedad que acabó con su vida fue el cáncer, que primero le apareció en la mama, para después irse al pulmón y luego a todo el organismo. Con la falencia múltiple de los órganos, murió de noche, en un cuarto del sexto piso del INEN, en Surquillo. Dejó tres hijos, de 18, 10 y 2 años.

A los diez años, creo que es difícil tener plena conciencia de lo que es la muerte. Es más, ni siquiera de la enfermedad yo era demasiado consciente. Cuando supe que mi madre tenía cáncer, yo tenía cinco años, y fueron cinco años más que la vi enferma. En ese tiempo, me había acostumbrado a que se ausentara de la casa por algunos días o semanas para irse al hospital, donde le aplicaban algo de lo que yo no sabía sino el nombre: la quimioterapia. Claro, algunas marcas, como el pelo y hasta las cejas caídas, me hacían ver que la enfermedad no era tan sencilla. Pero ella llevaba la enfermedad de tal manera que a mí no me fuera evidente que el cáncer era mortal. A mi hermano mayor, no podían ocultarle estas cosas, y a mi hermano menor, no necesitaban ocultarle nada, pues mal sabía hablar aún. Tanto fue así que yo sólo supe de la letalidad del cáncer el mismo día en que ella murió, solamente algunas horas antes de que se le cerraran los párpados, oscurecidos por el tratamiento, para siempre.

El impacto de la muerte de alguien tan cercano para un niño fue, en mi caso, tan grande que recuerdo hasta algunos detalles del día de la muerte. Poco antes del almuerzo, mi hermano, que estaba en el hospital, llamó a la casa y habló con mi abuela, que rompió en llanto, para después decirme que me cambiara rápido. Teníamos que ir al hospital, mi mamá se había puesto mal. En un taxi, mi abuela, mi tía y yo nos fuimos a Neoplásicas, a donde llegamos unos 30 minutos después.

Cuando subimos al sexto piso, fuimos hasta la puerta del cuarto. Un biombo me impedía verla. Mi padre estaba dentro, con mi hermano. Mi abuela y mi tía también entraron. Yo seguí todo el tiempo en el pasadizo, hasta que un primo mío me llamó y me llevó hasta una de las máquinas con golosinas. Elegí unos wafles, los Nick, famosos en esos años. Cuando estaba sentado comiendo, vi que mi primo, mirando la ciudad desde la posición privilegiada que es un sexto piso, comenzó a llorar. El mismo día de su muerte, yo no pude verla.
Después, me encuentro en el primer piso del hospital. Debía de ser las cinco de la tarde. En la puerta, oí que un tío mío le dijo a mi papá si podía ayudarlo llamando a las funerarias. Fue en ese momento que supe que mi mamá iba a morir. Recién entonces lloré, pregunté por qué pensaban que iba a morirse, si ella siempre había vuelto después de las quimioterapias. No sé si me dijeron algo o solamente dejaron que el silencio me calmara. Mi papá, sabiendo que yo todavía no había almorzado, me llevó a un restaurante al frente del hospital, donde almorcé una milanesa con papas fritas. Al volver, fuimos a la capilla que está al lado del hospital, a donde llegó mi primo unos minutos después para decirnos que nos apurásemos, que el cuadro había empeorado.

Otra vez, estaba en el sexto piso, pero de esta vez ya nadie podía entrar a ver a mi mamá. Estuvimos algunas horas en la sala de espera. A las 7 de la noche, poco más, poco menos, el doctor fue a vernos y nos dijo que mi madre había muerto. Un infarto había acabado con ella después de cuatro años de cáncer, quimioterapias, pelo caído. Un infarto en una noche en Surquillo. Afuera, todo continuaba igual.

Entonces, entramos todos. Pude tocarle las manos a mi madre, verle y tocarle el rostro ya inanimado. Fue el momento más emocionante de mi vida. La muerte no era más algo abstracto, lejano. Era algo presente, brutal, definitivo. Nunca más se puede ver a la muerte con los mismos ojos. Todos los gustos y disgustos que teníamos por vivir no íbamos más a vivirlos. Todos los llantos, los alientos, las palmadas en la espalda flaca, nada de eso pasaría más. Todos los días de las madres no tuvieron más sentido. Y nunca nadie me llamó más a la mesa con el amor y la insistencia que seguramente les son exclusivos a las madres. La mujer a la que más amé y que más me amó no estuvo nuca más.

Desde entonces, han pasado diez años.

Este verano, cuando viajé de vacaciones a Lima, le llevé un ramo de flores y lavé la placa que tiene grabado su nombre. Su muerte fue el punto de quiebre en mi vida, en mi vida flaca, materialista, seca. Si alguna vez alguien quisiera saber por qué me volví casi el contrario del que era, tendría que haber estado conmigo en la hora de su muerte. Si era extrovertido, me volví introvertido; si flexible y transigente con los liberalismos, comencé a ser insensible, cortante, intransigentemente conservador; si rápido en los gestos, lento hasta en la mirada; si simpático y confiado, me hice torvo, vacío, antipático y desconfiado hasta de mi sombra. Su ausencia ha sido lo más marcante en mi quehacer amargo, en mis días amargos, en mi vida amarga. Todas las privaciones emocionales de un huérfano, todo eso pasó y pasará hasta que yo también me muera. Finalmente, la vida es lo que es y no lo que debería haber sido, como escribió Ferreira Gullar.

Desde que se murió la mujer que más me quiso, han pasado diez años. Desde entonces, sin embargo, han pasado ya diez años. Ahora estoy lejos y la recuerdo.

José Antonio Vargas Bazán.
Lurín y Rio de janeiro, 2008.

No hay comentarios: